Irradiación metafísica en Rubén Darío: factores físicos y psicológicos de la conciencia

Por Bruno Rosario Candelier 

A
Francisco Arellano Oviedo,
avezado cultor de la palabra.

 

“…canta la cigarra porque ama al Sol,

 que en la selva su polvo de oro tamiza,

 entre las hojas espesas. Su aliento nos da

 en un soplo fecundo la madre Tierra,

con el alma de los cálices

 y el aroma de las yerbas”.

 (Rubén Darío, Azul)

Percepción metafísica de lo viviente

Muchos se preguntan a qué se debe la existencia de grandiosos creadores que han hecho una obra memorable con alta significación espiritual y estética para todos los tiempos y culturas. La respuesta a esa inquietud se cifra en una palabra cuyo sentido desarticula y conmueve la condición humana: el impacto del dolor en la conciencia. El dolor de haber experimentado una terrible experiencia traumática, que troquela las células cerebrales dispuestas para sintonizar singulares fenómenos de lo viviente.

Para que Nicaragua diera al mundo un escritor de la categoría de Rubén Darío, tuvieron que darse tres poderosos factores que determinaron su gestación como poeta y propiciaron la creación literaria que lo inmortalizó: un factor traumático, con su impacto negativo; un factor telúrico, con su impacto positivo; y una irradiación metafísica, que favoreció la recepción de los efluvios de la trascendencia en el hijo de León.

Rubén Darío había sido escogido para revelar en su lírica verdades profundas con sabios mensajes en renovada forma estética. La empatía cósmica que fluía de su corazón con la onda de sabiduría metafísica de la conciencia cósmica se cristalizó en su obra. Con el poder de percepción de su inteligencia metafísica pudo sintonizar los efluvios de la Creación con profundas verdades provenientes del Numen de la sabiduría cósmica.

Al factor determinante de traumas y miedos, como los que experimentaron la sensibilidad y la conciencia del poeta en su infancia, se suma el positivo influjo de vivir su niñez y su mocedad en León, la agraciada ciudad de Nicaragua, que tiene una fecunda irradiación cósmica y que nutrió la sensibilidad física y espiritual del inmenso creador nicaragüense.

Todos los países tienen dos o tres ciudades donde hay una poderosa irradiación metafísica, como la tiene León, que impregnó la sensibilidad de Rubén Darío con su aliento trascendente. Hay demarcaciones geográficas -Ávila en España, Puebla en México, Antofagasta en Chile, Moca en República Dominicana y León en Nicaragua- donde confluyen singulares efluvios trascendentes que propician la confluencia de emanaciones estelares de singular eficacia para el desarrollo de una alta conciencia. El aura de León tiene esa magia con el encanto de su tierra y la fascinación de su cielo. Haber vivido su infancia y su adolescencia en esa hermosa ciudad nicaragüense fue fundamental para que Rubén Darío desarrollara su sensibilidad metafísica y creara la obra que lo convirtió en uno de los creadores esenciales de las letras americanas.

La percepción de la faceta entrañable de las cosas, la recepción de los efluvios de la Creación y el sentimiento de lo divino son tres dimensiones al alcance de la intuición metafísica de la conciencia, como la tuvo y la aprovechó Rubén Darío.

Hay áreas del cerebro que se activan para experimentar los fenómenos de conciencia, cuando se despiertan las neuronas cerebrales con sus dispositivos de percepción que dan lugar a las vivencias metafísicas, la experiencia mística y las visiones sobrenaturales con la captación de singulares mensajes del Cosmos. Se necesitan determinadas condiciones físicas y metafísicas para que opere con pleno potencial la capacidad de la conciencia humana, incluidas las vivencias de los fenómenos extraordinarios de la conciencia. No podemos obviar que hay patologías síquicas de la conciencia, a menudo producidas por efectos derivados de golpes, caídas, rayos, corriente eléctrica, miedos y nacimiento traumático. Y algunas enfermedades, como la epilepsia y la viruela, desencadenan alucinaciones y delirios, que pueden provocar extrañas vivencias metafísicas y singulares experiencias interiores parecidas a las vivencias místicas.

Desde luego, hay experiencias místicas y vivencias metafísicas genuinas, en personas libres de sospecha patológica, que tienen la dicha de sentir y vivir, con plena conciencia, el fulgor de la dolencia divina.

Quiero advertir, en consecuencia, que no todas las experiencias místicas o metafísicas son alucinaciones de la conciencia o expresiones patológicas de una mente enfermiza. Es cierto que santa Teresa de Jesús y Francisco Matos Paoli padecieron patologías orgánicas en su cerebro y tuvieron hondas experiencias místicas. Como también es cierto que san Juan de la Cruz y Gabriela Mistral, que experimentaron experiencias trascendentes, eran personas sanas y crearon una obra inspirada en sus hondas vivencias espirituales. Lo que evidencia que ambos grupos humanos, los sanos y los enfermos, pueden experimentar fenómenos metafísicos de la conciencia. Quienes han desarrollado la sensibilidad trascendente pueden acceder, mediante el circuito neuronal del cerebro, a la sabiduría espiritual del Numen, que Carl Jung identifica con el inconsciente colectivo.

La conciencia alterada o expandida percibe señales, imágenes, efluvios, emanaciones y revelaciones trascendentes mediante los neurotransmisores de la conciencia metafísica, que yo denomino idiocinas, o las neuronas que canalizan a través del lenguaje de las imágenes los fenómenos sobrenaturales que el cerebro puede soportar.

Tanto la experiencia mística, como la vivencia metafísica, entrañan un estadio interior de carácter extraordinario, pero no siempre es un proceso patológico de la mente, sino un fenómeno sobrenatural de la conciencia sutil, que ocurre tanto en sujetos normales como en personas que sufren alguna patología cerebral.

Hay condiciones psicofisiológicas en la conciencia que determinan que una persona llegue a ser poeta, vidente o místico. Se trata de la irradiación de una energía divina que canaliza un órgano especializado para la percepción de lo sobrenatural, que una enfermedad o un trauma físico o psicológico suele desarrollar. Las vivencias místicas y metafísicas entran en ese cauce de la interioridad.

Desde luego, aunque la vivencia metafísica y la experiencia mística con fenómenos de la conciencia, hay diferencia entre la experiencia mística y la vivencia metafísica.  La experiencia mística conlleva una transformación en la concepción del mundo y en la conducta de la persona, la que implica un cambio radical de visión, de actitud y de valoración; en cambio, la vivencia metafísica genera una transfiguración, que es una vivencia espiritual, intensa y luminosa, pero sin efecto transformante como la mística.

Mientras la mística entraña el sentimiento de lo divino, la metafísica explora el sentido de la trascendencia. La sensorialidad de las cosas concita en el contemplador una experiencia estética, que genera en la sensibilidad una conmoción. La realidad de lo invisible concita una experiencia metafísica, que genera una transfiguración. Y el sentimiento de lo divino concita una experiencia mística, que provoca no solo una visión extática sino una transformación de vida. Desde luego, mientras la vivencia metafísica produce en la sensibilidad del visionario una mera transfiguración, la experiencia mística provoca en la conciencia del contemplativo un hondo efecto transformador. Pese a que en ambos fenómenos (vivencia metafísica y experiencia mística) concitan un singular estadio contemplativo, ambas vivencias, la metafísica y la mística, se diferencian en los resultados aunque dichos fenómenos espirituales acontecen en cerebros cuyos tejidos neuronales han desarrollado el órgano de percepción extrasensorial.

Poetas, narradores y dramaturgos pueden crear poesía y ficción con la sustancia de sus vivencias interiores y el material mental de sus sueños y visiones. Por supuesto, la naturaleza de sus traumas y conflictos es algo tan personal que nadie puede cuestionar, subestimar o vilipendiar porque tienen el sello de la intimidad individual y proceden de experiencias interiores y, en tal virtud, han sido conformadas con el caudal de imágenes y conceptos como expresión de un singular poder creativo de la inteligencia y la sensibilidad de quien concibe, imagina y siente en el fuero de su interioridad.

Mediante su poder de recepción, la conciencia capta la voz de lo arcano, que canaliza en imágenes y símbolos las emanaciones de la trascendencia. Rubén Darío fue un agraciado de esas singulares dotaciones. Como creador de poesía y ficción, era un genio de la expresión, que hacía música con las palabras, arte con el lenguaje y pensamiento con la belleza. Y vivía, como él mismo confesó, “loco de armonía”, es decir, sentía la música del mundo, el aliento de las esferas y la honda dimensión cósmica, como la sintieron los antiguos pensadores presocráticos, entre ellos Pitágoras de Samos, Heráclito de Éfeso y Leucipo de Abdera, que vieron en el Universo la voz del Creador.

Factores traumáticos de la personalidad

Potencialmente todos nacemos con el talento para la creación poética. Pero tienen que darse determinadas condiciones físicas y metafísicas para su plasmación o realización.

Tengo la convicción de que un impacto traumático o un suceso generador de un miedo aterrador (un suceso estremecedor, un golpe en la cabeza, un contacto eléctrico, un rayo del cielo o una dolencia patológica) activan las células cerebrales que atrapan las emanaciones de la trascendencia (voces, destellos, imágenes, efluvios sobrenaturales o irradiaciones espirituales), condición que desata la intuición metafísica de la conciencia con el potencial creador de una sensibilidad estremecida y una inteligencia sutil.

Los factores traumáticos que troquelaron el cerebro de Rubén Darío en su infancia fueron los siguientes: a) El trauma del miedo y el efecto de la viruela. b) El desamparo y la soledad en su edad imberbe. c) El impacto telúrico y celeste de la ciudad de León. d) El despertar de las neuronas en la infancia: circuitos interiores de la conciencia, con la gestación de un singular órgano de percepción. e) Los daños causados al cerebro por dolencia física o traumática (que producen diferentes perturbaciones, desde los miedos irracionales hasta las reacciones esquizofrénicas; aunque también activan las células responsables de la captación de las emanaciones sutiles de la trascendencia).

Hijo de un matrimonio deshecho, creció sin el afecto familiar de ambos padres; y en plena infancia, en una de sus andanzas infantiles, se perdió y lo encontraron, según el poeta testimoniara en su autobiografía, “entre unos matorrales” (1). Y escribe el poeta: “La imagen de mi madre se había borrado por completo de mi memoria” (2).

Fruto de un temprano desamparo, los fantasmas del miedo rondaban la imaginación infantil y cortejaban el infortunio de esa singular criatura: “La casa era para mí temerosa por las noches. Andaban lechuzas en los aleros. Me contaban cuentos de ánimas en pena y aparecidos, los dos únicos sirvientes: la Serapia y el indio Goyo. Vivía aún la madre de mi tía abuela, una anciana, toda blanca por los años, y atacada de un temblor continuo. Ella también me infundía miedo, me hablaba de un fraile sin cabeza, de una mano peluda, que perseguía, como una araña… Se me mostraba, no lejos de mi casa, la ventana por donde a la Juana Catina, mujer muy pecadora y loca de su cuerpo, se la habían llevado los demonios. Una noche, la mujer gritó desusadamente: los vecinos se asomaron atemorizados, y alcanzaron a ver a la Juana Catina, por el aire, llevada por los diablos, que hacían un gran ruido, y dejaban un hedor a azufre” (3).

El poeta evoca el terror de su infancia, y escribe: “De allí mi horror a las tinieblas nocturnas, y el tormento de ciertas pesadillas inenarrables. Quedaba mi casa cerca de la iglesia de San Francisco, donde había existido un antiguo convento. Allí iba mi abuela a misa primera, cuando apenas aparecía el primer resplandor del alba, al canto de los gallos. Cuando en el barrio había un moribundo, tocaban en las campanas de esa iglesia el pausado toque de agonía, que llenaba mi pueril alma de terrores” (4).

A la sensación de desamparo y al impacto del terror, se sumaba la crianza de tutores sin el aliento protector del afecto consentido: “Y mi verdadero padre, para mí, y tal como se me había enseñado, era el otro, el que me había criado desde los primeros años, el que había muerto, el coronel Ramírez. No sé por qué, siempre tuve un desapego, una vaga inquietud separadora, con mi “tío Manuel”. La voz de la sangre… ¡qué fláccida patraña romántica! La paternidad única es la costumbre del cariño y del cuidado”. Y añade Darío en su autobiografía este detalle: “El que sufre, lucha y se desvela por un niño, aunque no lo haya engendrado, ese es su padre” (5).

Esos factores adversos de la infancia, por el impacto del miedo y el terror a tan tierna edad, activaron en la imberbe criatura, las neuronas cerebrales que atrapan las ondas metafísicas del Cosmos, efluvios que rondan por los aires y que necesitan de peculiares circuitos de la conciencia para revelar su contenido.

De sus recuerdos infantiles en León, el poeta evoca: “Yo me apartaba frecuentemente de los regocijos, y me iba, solitario, con mi carácter ya triste y meditabundo desde entonces, a mirar cosas, en el cielo, en el mar. Una vez vi una escena horrible, que me quedó grabada en la memoria. Cerca de una yunta de bueyes, a orillas de un pantano, dos carreteros que se peleaban, echaron mano al machete, pesado y filoso, arma que sirve para partir la caña de azúcar, y comenzaron a esgrimirlo; y de pronto vi algo que saltó por el aire. Eran, juntos, el machete y la mano de uno de ellos” (6).

En momentos de lluvias y tempestades, el cuadro de miedo aumentaba con el temor de los adultos, cuyas actitudes temerosas aumentaban cuando acudían al rezo: “Debo decir que desde niño se me infundió una gran religiosidad, religiosidad que llegaba a veces hasta la superstición. Cuando tronaba la tormenta y se ponía el cielo negro, en aquellas tempestades únicas, como no he visto en parte alguna, sacaba mi tía abuela palmas benditas y hacía coronas para todos los de la casa; y todos coronados de palmas rezábamos en coro el trisagio y otras oraciones. Señaladas devociones eran para mí temerosas. Por ejemplo, al acercarse la fiesta de la Santa Cruz. Porque ¡oh, Dios de los dioses!, martirio como aquel, para mis pocos años, no os lo podéis imaginar. Llegado ese día, todos nos poníamos delante de las imágenes; y la buena abuela dirigía el rezo, un rezo que concluía después de varias jaculatorias, con estas palabras: Vete de aquí Satanás/que en mi parte no tendrás/porque el día de la Cruz/dije mil veces: Jesús” (7).

Quizás el impacto que activó en Rubén Darío el órgano de percepción sutil del cerebro fue el padecimiento de la viruela, terrible patología que atizó su conciencia y activó las neuronas de su mente para la percepción de fenómenos extraños: “Un día, en momentos en que estaba pasando horas tristes, sin apoyo de ninguna clase, viviendo a veces en casa de amigos y sufriendo lo indecible, me sentí mal en la calle. En la ciudad había una epidemia terrible de viruela. Yo creí que lo que me pasaba era un malestar causado por el desvelo; pero resultó que desgraciadamente era el temido morbo. Me condujeron a un hospital con el comienzo de la fiebre. Pero en el hospital protestaron, puesto que no era aquello un lazareto; y entonces, unos amigos, entre los cuales recuerdo el nombre de Alejandro Salinas, que fue el más eficaz, me llevaron a una población cercana, de clima más benigno, que se llamaba Santa Tecla. Allí se me aisló en una habitación especial y fui atendido, verdaderamente como si hubiese sido un miembro de su familia, por unas señoritas de apellido Cáceres Buitrago. Me cuidaron, como he dicho, con cariño y solicitud y sin temor al contagio de la peste espantosa. Yo perdí el conocimiento, viví algún tiempo en el delirio de la fiebre, sufrí todo lo cruento de los dolores y de las molestias de la enfermedad (subrayado de BRC); pero fui tan bien servido que no quedaron en mí, una vez que se había triunfado del mal, las feas cicatrices que señalan el paso de la viruela” (8).

Las pesadillas causadas por los fantasmas de su febril imaginación atenazaban la sensibilidad del mozuelo: “Por ese tiempo, algo que ha dejado en mi espíritu una impresión indeleble, me aconteció. Fue mi primera pesadilla. La cuento, porque, hasta en estos mismos momentos, me impresiona. Estaba yo, en el sueño, leyendo cerca de una mesa, en la salita de la casa, alumbrada por una lámpara de petróleo. En la puerta de la calle, no lejos de mí, estaba la gente de la tertulia habitual. A mi derecha había una puerta que daba al dormitorio; la puerta estaba abierta y vi en el fondo oscuro que daba al interior, que comenzaba como a formarse un espectro; y con temor miré hacia este cuadrado de oscuridad y no vi nada; pero, como volviese a sentirme inquieto, miré de nuevo y vi que se destacaba en el fondo negro una figura blanquecina, como la de un cuerpo humano envuelto en lienzos; me llené de terror, porque vi aquella figura que, aunque no andaba, iba avanzando hacia donde yo me encontraba. Las visitas continuaban en su conversación y, a pesar de que pedí socorro, no me oyeron. Volví a gritar y siguieron indiferentes. Indefenso, al sentir la aproximación de “la cosa”, quise huir y no pude, y aquella sepulcral materialización siguió acercándose a mí, paralizándome y dándome una impresión de horror inexpresable. Aquello no tenía cara y era, sin embargo, un cuerpo humano. Aquello no tenía brazos y yo sentía que me iba a estrechar. Aquello no tenía pies y ya estaba cerca de mí. Lo más espantoso fue que sentí inmediatamente el tremendo olor de la cadaverina, cuando me tocó algo como un brazo, que causaba en mí algo semejante a una conmoción eléctrica. De súbito para defenderme, mordí “aquello” y sentí exactamente como si hubiera clavado mis dientes en un cirio de cera oleosa. Desperté, con sudores de angustia” (9).

Era natural que el joven Darío creciera con un talante asustadizo y tímido. El propio poeta se confiesa hiperestésico, es decir, poseedor de una alta sensibilidad física y metafísica, predisposición que propició en el poeta la capacidad de percibir lo que él llamaba “revelaciones súbitas”: “Miraba las estrellas prodigiosas, oía el chapoteo de las aguas agitadas. Pensaba. Soñaba. ¡Oh, sueños dulces de la juventud primaveral! Revelaciones súbitas de algo que está en el misterio de los corazones y en la reconditez de nuestras mentes; conversación con las cosas en un lenguaje sin fórmula, vibraciones inesperadas de nuestras íntimas fibras y ese reconcentrar por voluntad, por instinto, por influencia divina en la mujer, en esa misteriosa encarnación que es la mujer, todo el cielo y toda la tierra” (10).

Rubén Darío tuvo visiones, precogniciones y corazonadas, amén de intuiciones y revelaciones. Desde muy joven, el poeta nicaragüense experimentaba una honda apelación por lo desconocido: “Vino un gran terremoto, estando yo de visita en una casa, oí un gran ruido y sentí palpitar la tierra bajo mis pies; instintivamente tomé en brazos a una niñita que estaba cerca de mí, hija del sueño de la casa, y salí a la calle; segundos después la pared caía sobre el lugar en que estábamos” (11).

Ya en edad adulta, cuando contempló la belleza de la pampa argentina advirtió la condición poética de quien sepa comprender el arte que flota sobre ese inconmensurable océano de tierra”: “De Bahía Blanca partí para una estancia del doctor Argerich, y allí fue mi primera visita a la pampa inmensa y poética. Poética, sí, para quien sepa comprender el vaho de arte que flota sobre ese inconmensurable océano de tierra, sobre todo en los crepúsculos vespertinos y en los amaneceres” (12).

Ciertamente, Rubén Darío abusó de las bebidas alcohólicas, pero no era el típico beodo que acudía a esas bebidas para saciar el vicio del ron. Acudía al alcohol para mitigar el impacto de las irradiaciones metafísicas que alteraban su cerebro.

A su sensibilidad empática se añadió la conciencia de lo trascendente con lecturas de obras de teosofía y de filosofía, sumándose el poeta nicaragüense a la tradición latinoamericana del pensamiento hermético y la literatura metafísica, que potenció su visión del mundo, al avizorar notables percepciones sobrenaturales: “Como dejo escrito, con Lugones y Piñeiro Sorondo hablaba mucho sobre ciencias ocultas. Me había dado desde hacía largo tiempo a esta clase de estudios, y los abandoné a causa de mi extremada nerviosidad y por consejo de médicos amigos. Yo había tenido ocasión, desde muy joven, si bien raras veces, de observar la presencia y la acción de las fuerzas misteriosas y extrañas, que aún no han llegado al conocimiento y dominio de la ciencia oficial. En Caras y caretas ha aparecido una página mía, en que narro cómo en la plaza de la catedral de León, en Nicaragua, una madrugada vi y toqué una larva, una horrible materialización sepulcral, estando en mi sano y completo juicio. También en La Nación, de Buenos Aires, he contado como en la ciudad de Guatemala tuve el anuncio psicofísico del fallecimiento de mi amigo el diplomático costarricense Jorge Castro Fernández, en los mismos momentos en que el moría en la ciudad de Panamá; y la pavorosa visión nocturna que tuvimos en San Salvador, el escritor político Tranquilino Chacón, incrédulo y ateo; visión que nos llenó más que de asombro, de espanto” (13).

Esa sensibilidad abierta y empática al fluir de lo viviente y a las manifestaciones de la trascendencia despertó en Darío “nuevas maneras de pensamiento y de belleza” (p. 45), con el poder de intuir la presencia de “fuerzas misteriosas y extrañas” (p. 53) y, sobre todo, con la capacidad para percibir en su conciencia las irradiaciones metafísicas del Universo y visualizar “lo misterioso del mundo” (14).

Natural era entonces que aflorara en Rubén Darío el sentimiento de la religiosidad, en primer lugar, fruto de la herencia espiritual de León, un pueblo altamente religioso; y, en segundo lugar, consecuencia de su conexión espiritual con la esencia del Cosmos, ya que tuvo la ocasión de “…admirar desde su altura los lejanos Alpes, luminosos bajo el Sol. Estuve en Pisa y admiré lo que hay que admirar, el Duomo, el Camposanto, la torre inclinada, hueca de la vieja ciudad, y el Baptisterio. Manifesté, en tal ocasión, líricas reminiscencias. Fui a la cartuja, con carta de recomendación para el prior don Bruno; oí cantar, en el calor de la estación y en los verdes olivos y viñas, pesadas de uvas negras, las cigarras itálicas. Aumenté mi religiosidad en el convento, y admiré la fe y el amor al silencio de aquellos solitarios” (14).

Estando en Palma de Mallorca, escribió una novela bajo la huella de una secreta y entrañable religiosidad: “Libre de las garras de hechizo de París, emprendí camino hacia la isla dorada y cordial de Mallorca. La gracia virgiliana del ámbito mallorquín devolvíame paz y santidad. Por cariñosa solicitud de mi excelente amigo don Juan Sureda, por su cariño vigilante, mi alma y mi carne ganaban de día en día la conveniente fortaleza. Me hospedé, pues, en su casa, que es aquel castillo del rey asmático, en la pintoresca y fresca Valldemosa. Sobre este castillo y su vecina cartuja como sobre todo aquel oro de Mallorca, escribí una novela en los días de mi permanencia en esa tierra de Lulio. Los atraídos por mi vagar y pensar tendrán en esas páginas de mi Oro de Mallorca, fiel relato de mi vida y de mis entusiasmos en esa inolvidable joya mediterránea” (15).

La huella sutil de una visión metafísica

    Efectivamente, el inmortal poeta nicaragüense desarrolló su capacidad poética con el acierto de la renovación métrica y la hondura de su percepción trascendente. En “Primaveral” (16), nuestro poeta percibe el canto de la Creación, que las aves cantarinas entonan al sentir el fulgor de lo viviente:

El nido es cántico.

El ave incuba el trino,

 ¡oh, poetas!;

de la lira universal

el ave pulsa una cuerda.

Bendito el calor sagrado

que hizo reventar las yemas.

¡Oh, amada mía!

Es el dulce

tiempo de la primavera

   En su descripción de la sensorialidad de las cosas, el poeta ausculta el soplo de lo viviente, fina empatía con el alma del mundo, como se aprecia en “Estival” (17):

La fiera virgen ama.

Es el mes del ardor.

Parece el suelo rescoldo;

y en el cielo el Sol, inmensa llama.

Por el ramaje obscuro

salta huyendo el canguro.

El boa se infla, duerme, se calienta

a la tórrida lumbre; el pájaro se sienta

a reposar sobre la verde cumbre.

Siéntense vahos de horno:

y la selva indiana en alas del bochorno,

lanza, bajo el sereno cielo, un soplo de sí.

La tigre ufana respira a pulmón lleno,

y al verse hermosa, altiva, soberana,

le late el corazón, se le hincha el seno.

   En el poema “Estival” (18), el poeta se llena de los latidos del mundo, y en una coparticipación con la energía física y metafísica de lo existente, y el sentido que subyace en cosas y animales, al ponderar al león evoca el eco de las musas y con ellas el aliento “que todo enciende, anima, exalta” ante el esplendor de lo viviente:

No envidia al león la crin, ni al potro rudo

el casco, ni al membrudo

hipopótamo el lomo corpulento,

quien bajo los ramajes del copulo baobab,

ruge al viento.

Así va él orgulloso, llega, halaga,

corresponde la tigre que le espera,

y con caricias las caricias paga,

en su salvaje ardor, la carnicera.

Después, el misterioso

tacto, las impulsivas fuerzas,

que arrastran con poder pasmoso;

y, ¡oh gran Pan!, el idilio monstruoso

bajo las vastas selvas primitivas.

No el de las musas de las blandas horas,

suaves, expresivas,

en las rientes auroras

y las azules noches pensativas;

sino el que todo enciende, anima, exalta,

polen, savia, color, nervio, corteza,

y en torrentes de vida brota y salta

del seno de la gran Naturaleza.

   En “Leconte de Lisle” (19), Darío aborda la luz que irradia su lira bajo la inspiración de los misterios seculares, al tiempo que refleja el conocimiento de la mística oriental:

De las eternas musas el reino soberano

recorres, bajo un soplo de vasta inspiración,

como un rajá soberbio que en su elefante indiano

por sus dominios pasa de rudo viento al son.

 

Tú tienes en tu canto como ecos de Océano;

se ve en tu poesía la selva y el león;

salvaje luz irradia la lira que en tu mano

derrama su sonora, robusta vibración.

 

Tú del faquir conoces secretos y avatares;

a tu alma dio el Oriente misterios seculares,

visiones legendarias y espíritu oriental.

 

Tu verso está nutrido con savia de la tierra;

fulgor de Ramayanas tu viva estrofa encierra,

y cantas en la lengua del bosque colosal.

 En “Autumnal” (20), el poeta percibe lo misterioso del viento con la profunda inspiración de la conciencia cósmica. Hace de la sensibilidad estremecida y la conciencia sutil la combinación ideal para sentir la más alta inspiración de lo viviente a la luz de la sabiduría espiritual del Numen, que el Logos de la conciencia trascendente depara a los iluminados y poetas con la potencia de la palabra creadora:

Una vez sentí el ansia

de una sed infinita.

Dije al hada amorosa:

-Quiero en el alma mía

tener la inspiración honda, profunda,

inmensa: luz, calor, aroma, vida.

 Ella me dijo: -¡Ven!- con el acento

con que hablaría un arpa.

En él había

un divino idioma de esperanza.

¡Oh sed del ideal!

Sobre la cima de un monte,

a media noche,

me mostró las estrellas encendidas.

Era un jardín de oro

con pétalos de llama que titilan.

Exclamé: -Más…

 

La aurora vino después.

La aurora sonreía,

con la luz en la frente,

como la joven tímida

que abre la reja, y la sorprenden luego

ciertas curiosas, mágicas pupilas.

Y dije: -Más…

 

Sonriendo

la celeste hada amiga

prorrumpió: ¡Y bien! ¡Las flores!

Y las flores

estaban frescas, lindas,

empapadas de olor: la rosa virgen,

la blanca margarita,

la azucena gentil, y las volúbilis

que cuelgan de la rama estremecida.

Y dije: -Más…

 

El viento

arrastraba rumores, ecos, risas,

murmullos misteriosos, aleteos,

músicas nunca oídas.

El hada entonces me llevó hasta el velo

que nos cubre las ansias infinitas,

la inspiración profunda

y el alma de las iras.

Y lo rasgó. Y allí todo era aurora.

En el fondo se veía

un bello rostro de mujer.

¡Oh, nunca,

Piérides, diréis las sacras dichas

que en el alma sintiera!

Con su vaga sonrisa:

-¿Más?… –dijo el hada.

 

Y yo tenía entonces

clavadas las pupilas

en el azul; y en mis ardientes manos

se posó mi cabeza pensativa…

   En fin, después de leer a los clásicos de la antigua Grecia y la literatura española del Siglo de Oro y a los simbolistas franceses del siglo XIX (21), Rubén Darío conoció la clave de la poesía, cifrada en su esencia primigenia: describir la belleza sensorial que la sensibilidad capta de las cosas y el sentido profundo que la conciencia intuye.

La energía amorosa, en armonía con la del Creador del Universo, es la conjunción perfecta para la vida y el arte de la creación. Así lo comprendió Rubén Darío. A esa comprensión llegan los iluminados, los poetas y los místicos. Los iluminados de la palabra. Los místicos de la sabiduría espiritual. Y los creadores del arte que edifica y la belleza que conmueve. 

Bruno Rosario Candelier
XV Simposio sobre Rubén Darío
León, Nicaragua, 18 de enero de 2017.

 Notas:

1. Rubén Darío, Autobiografía, Managua, Nicaragua, Distribuidora Cultural, 2015, 20ª reimpresión, p. 1.

2. Ibídem, p. 2.
3. Ibídem, pp. 2-3.
4. Ibídem, p. 3.
5. Ibídem, p. 5.
6. Ibídem, p. 6.
7. Ibídem, p. 6.
8. Ibídem, p. 21.
9. Ibídem, pp. 8-9.
10. Ibídem, p. 15.
11. Ibídem, p. 16.
12. Ibídem, p. 52.
13. Ibídem, p. 53.
14. Ibídem, p. 61.
15. Ibídem, p. 74.
16. Rubén Darío, Azul, Managua, Nicaragua, Distribuidora Cultural, 2015, p. 57.
17. Ibídem, p. 58.
18. Ibídem, 60.
19. Ibídem, 95.
20. Ibídem, pp. 62-63.
21. Rubén Darío, que vio la luz en Metapa, Nicaragua en 1867, murió en León, en 1916. Publicó Epístolas y poemas, 1885; Prosas profanas, 1886; Azul, 1888; Rimas, 1889; Cantos de vida y esperanza, 1892; Los cisnes y otros poemas, 1905; Oda a Mitre, 1906; El canto errante, 1907; Poema del otoño y otros poemas, 1910; Canto a la Argentina y otros poemas, 1910. En prosa, además de los cuentos incluidos en Azul, publicó: Los raros, 1892; La España contemporánea, 1901; Peregrinaciones, 1901; La caravana pasa, 1903; Tierras solares, 1904; Opiniones, 1906; Parisiana, 1908; El viaje a Nicaragua, 1909; y Todo al vuelo, 1912.