Cuña, incipiente / insipiente, cuadra

Por Roberto E. Guzmán

 

CUÑA

“. . .me enamoré de un Mercury Comet, CUÑA de dos puertas. . .”

La voz cuña con el significado que se encuentra en el texto no ha sido registrada en los diccionarios diferenciales de español dominicano.

Quien esto escribe en una ocasión anterior publicó una sección acerca de esta voz, con el explícito propósito de documentarla. La aparición ahora en un escrito reciente en un periódico en papel ofrece la ocasión de documentarla usada en una frase.

El autor de estas reflexiones acerca del idioma recuerda haber oído la voz “cuña” en el habla de los dominicanos hace cerca de setenta años para referirse al vehículo automotor de dos puertas. La frecuencia del uso parece que ha disminuido.

En Cuba cuña es automóvil deportivo de dos plazas. Los cubanos parece que tomaron la palabra del francés coupé, lengua en la que se usaba desde el 1906 para el auto deportivo de dos plazas. En República Dominicana la cuña en los medios de transporte es diferente. La cuña del habla de los dominicanos es el automóvil de dos puertas, sin que entre en consideración si el vehículo es deportivo.

La razón para que los dominicanos hayan recurrido a esta voz tiene una explicación lógica. Algunas “cuñas” tenían un espacio angosto detrás de los asientos delanteros; quien entraba allí quedaba como una cuña, apretado, de la manera en que se colocan las cuñas para ajustar objetos. Con una idea semejante se originó en español la frase coloquial “ser buena cuña”, para referirse a una persona bastante gruesa meterse en un lugar estrecho (incomodando a los demás).

En otras lenguas cuentan con palabras que transmiten la misma idea de la cuña dominicana. En inglés es coupé, copiada del francés. En francés y en español antiguo se usó para los coches de caballos cerrados. En inglés era específicamente el carruaje de cuatro ruedas, cerrado, con espacio interior para dos personas y con el cochero en el exterior, en el frente.

La explicación de que usaran la palabra coupé en francés, fue que en esa lengua significaba y significa, cortado. En el caso del carruaje era más “recortado” en su tamaño, y sin duda, en su capacidad.

Lo que hizo el hablante de español dominicano fue aplicar un razonamiento y por similitud adoptó una voz de mucho uso para aplicársela el auto de dos puertas. Adoptó cuña porque un coupé es como un auto normal, pero cortado. La cuña tiene rasgos en su origen y definición que expresan la idea de “pieza cortada, de poca altura”. Sobre todo, para el espacio trasero del auto, pues quien entraba allí quedaba como una cuña. Aún en automóviles de dos puertas de tamaño razonable, el espacio para pasar a los asientos traseros es angosto, a veces hasta incómodo. El dominicano escogió una palabra para designar el carro de dos puertas, aunque este acomodara más de dos personas. Puede decirse que en el campo semántico la voz cuña en el español dominicano experimentó una ampliación de su sentido.

Es probable que la voz cuña para el auto haya caído en desuso porque los vehículos modernos de dos puertas son casi tan espaciosos en su interior como los de cuatro puertas.

Antes de concluir. La voz cuña se usa en República Dominicana como un apócope de “cuñado, a”. En ese país y en Cuba también vale cuña para nombrar a una persona influyente que ayuda para obtener ventajas o beneficios.

 

INCIPIENTE – INSIPIENTE

“. . .dándose el lujo de tirar tanto dinero por las bordas en nombre de una INSIPIENTE, lenta y frágil democracia. . .”

Desde el principio de la frase se percibe el rasgo de insipiencia del redactor de esta, pues coloca en plural la locución que alude a los costados de los buques “tirar por las bordas”, cuando este tipo de locución verbal rara vez admite alteraciones, pues son “frases hechas”. Tienen esas locuciones fijación formal, son combinaciones fijas. Constituyen un grupo fijo de palabras que no proviene del significado literal de las palabras. Algunas no permiten variaciones morfológicas.

El verdadero tema de esta sección es el que se refleja en el título. La confusión incide en el juicio que el lector se hace de los conocimientos del redactor. No hay insidia si se piensa que quien escribió la desdichada frase es él mismo un incipiente en estas lides. Este tipo de incidente mueve una vez más a exhortar a revisar la literatura antes de enviarla (ya no se entrega) para su publicación.

Incipiente expresa la idea “que comienza”, acerca de lo que es el sujeto de la oración. “Que está empezando a desarrollarse”, es la manera en que el Gran diccionario de la lengua española de Larousse lo define. La palabra destacada más arriba en este párrafo proviene del latín incipiens, -tis que era y es el participio activo de incipere que valía para “emprender, empezar”. Entró en la lengua hacia el año 1515.

Insipiente deriva del latín también, pero de insipiens -entis, que en tanto adjetivo indica “falto de sabiduría o ciencia”; “falto de juicio”. Puede notarse que las dos palabras del epígrafe conservan en su escritura elementos del latín, una con la letra ce /c/, y, la otra con la letra ese /s/.

Con mayor frecuencia que la deseable sucede que los errores de este tipo ocurren cuando los escribientes se arriesgan a recurrir a “palabras domingueras”, a pesar de que las de todos los días transmiten el mensaje sin incidentes.

 

CUADRA

“F. [una persona] es de la CUADRA del presidente. . .”

No hay que sorprenderse de que en un país en el que el presidente de la República presenta como candidato a un penco, se trate a las personas del círculo de este señor llamándolos, “de la cuadra del presidente”.

Las cuadras más conocidas son las de las casas y las de los caballos. Las cuadras de caballos son las caballerizas. Se conoce con este nombre también el conjunto de caballos que pertenecen a un mismo dueño. Además, llevan este nombre los corredores de caballos (jinetes) que pertenecen a un equipo.

La cuadra de las casas es la manzana. En América es también, en una calle, espacio comprendido entre las dos esquinas de un lado de una manzana.  La palabra se utiliza así mismo con otras significaciones, pero para el propósito de este escrito no hace falta citarlas.

Hubiese sido más adecuado -en la cita- usar otra palabra para referirse al grupo de personas que forman parte del equipo de un funcionario de la categoría (¿?) del presidente de la República.

La selección puede guiarse conforme con lo que desea expresarse. Si no son funcionarios los de la “cuadra”, entonces puede llamarse “círculo”. Puede ser un “allegado” al presidente. Podría ser “partidario” si se trata de establecer filiación. Si se trata de un asociado político, podría llamársele “correligionario, conmilitón”.

Como puede constatarse, había campo y espacio para escoger. “Del ámbito del presidente” también expresa la idea, así como “del entorno”.

Temas idiomáticos

YO ME QUEDO EN CASA

31/03/2020

 

Las palabras me rondan y les sigo la pista. En tiempos de pandemia le echo un vistazo a la pequeña partícula pan-, un elemento compositivo de origen griego que significa ‘totalidad’, como nos recuerda el Diccionario de la lengua española. Nada más panhispánico que la lengua española. Con las mismas herramientas léxicas (pan- + sustantivo/adjetivo) se forma toda una familia de palabras: panamericano, panafricanismo, pangermánico, paneslavo.

La sorpresa está garantizada cuando de profundizar en las palabras se trata. Miren lo que he encontrado en el DLE sobre la etimología de la humilde panorama, un préstamo procedente del inglés. El pintor irlandés de finales del siglo XVIII Robert Barker realizó con enorme éxito una serie de pinturas circulares de grandes dimensiones que producían la ilusión óptica de ver la imagen en 360 grados. A estas pinturas las denominó «panoramas», a partir de los griegos pan- ‘totalidad’ y hórama ‘vista’.

También tiene origen griego una curiosa pareja de sustantivos. Para aludir a un sistema filosófico que identifica a Dios con el universo disponemos del término panteísmo (nuevamente de pan- y el griego theós ‘dios’); para referirnos a un lugar en el que hay ruido y confusión tenemos la voz pandemonio, o su variante pandemónium, (otra vez pan- y daimónion ‘demonio’), que denominaba la ‘capital imaginaria del reino infernal’.

 

UN SIGNO RESBALOSO

07/04/2020

 

Nos hemos propuesto hacernos maestros del resbaloso punto y coma. Su uso no es una cuestión de todo o nada, sino de grado. Refleja un grado mayor de independencia sintáctica entre dos elementos que la coma y un grado menor que el punto. Dónde esté el límite de esa gradación depende del sentido que queramos dar a nuestras palabras.

El Diccionario panhispánico de dudas registra para este signo de puntuación tres usos esenciales; dos de ellos los analizaremos hoy y el tercero quedará para la próxima Eñe. El primer uso tiene una razón eminentemente práctica de claridad en la organización de lo escrito. Sabemos que la coma separa los elementos de las enumeraciones: Podemos elegir entre café, té, jugo y agua. Si cada uno de los elementos enumerados contiene ya una coma, debemos optar por el punto y coma para separarlos: Podemos elegir entre café, té o agua; jugos de piña, guayaba o limón; refrescos variados, con y sin azúcar. Prueben a sustituir el punto y coma por la coma y se darán cuenta del galimatías. Cuando elegimos conjunciones adversativas (pero, mas), concesivas (aunque, sin embargo) o consecutivas (por tanto, por consiguiente) para encabezar un enunciado largo, debemos preferir el punto y coma a la coma. De nuevo recurrimos al ejemplo. Si decimos Llegué a tiempo, aunque por los pelos, optamos por la coma debido a la brevedad de la oración encabezada por la conjunción aunque. Sin embargo, si esta oración fuera más larga, deberíamos echar mano del punto y coma: Llegué a tiempo; aunque no se imagina las dificultades que tuve para encontrar parqueo después de pasarme más de una hora en el tapón habitual. Ya tienen aquí dos contextos para el uso del punto y coma para que vayan practicando. Y recuerden, sutileza y elegancia. ¿Quién se atreve a menospreciarlas cuando de escribir se trata?

 

UN SIGNO CON CARÁCTER

14/7/2020

 

El punto señala en la escritura la separación entre dos oraciones sintácticamente independientes; el punto y coma también. ¿Cuál es la diferencia entonces y cuándo elegir uno u otro? Nos decantaremos por el punto y coma cuando consideremos que entre las dos oraciones, aun con su independencia sintáctica, existe una relación de significado muy próxima y queramos remarcarla. Vayamos al ejemplo: Se ha emitido una alerta de huracán. Debemos mantenernos atentos a los boletines de las autoridades. Si en este enunciado sustituimos el punto que separa las dos oraciones por un punto y coma, decimos lo mismo, pero agregamos el matiz de que consideramos que la emisión de una alerta debe estar íntimamente relacionada con la atención a los boletines informativos.

Es, por tanto, el punto y coma, como nos dice la Ortografía académica, un «indicador de relaciones semánticas […] en función de la subjetividad de quien escribe». Seguro que les servirá de ayuda el ejemplo que aporta la obra académica del argentino Kociancich: «Si le cuento lo de la pesadilla en la terraza, no me creerá; si me cree, me tomará por loco; si no le cuento, por estúpido». Los tres enunciados establecen entre sí una relación mucho más cercana que si se hubiera elegido el punto.

Dirán los más que es una cuestión de matiz; y un matiz no es más que, como lo define el Diccionario de la lengua española, «un rasgo poco perceptible», pero recuerden que a esta afirmación se añade aquella de que «da a algo un carácter determinado». Es decir, aunque el matiz que aportemos pueda ser poco perceptible para la mayoría, siempre aportará un carácter especial a lo que escribimos.

 

UN PARÉNTESIS

21/04/2020

 

Seguimos en cuarentena. Un paréntesis vital, que no ortográfico, que todos deseamos que se cierre, más pronto que tarde, con un punto y seguido lo menos doloroso posible. Las circunstancias nos obligan a desempolvar algunas palabras.

El sustantivo cuarentena parte de un numeral (cuarenta) para expresar un período de tiempo, como sucede con quincena o treintena. El Diccionario de la lengua española lo define como ‘Tiempo de 40 días, meses o años’. A partir de aquí la palabra cuarentena adquiere su personalidad propia: ‘Aislamiento preventivo a que se somete durante un periodo de tiempo, por razones sanitarias, a personas o animales’.

Hemos rescatado también aislamiento y confinamiento, que usamos hoy casi como sinónimos para referirnos a eso que hemos llamado «Quédate en casa». El aislamiento, que en su raíz lleva la voz isla, tiene que ver con apartarnos del trato con los demás, del trato físico se entiende; el confinamiento, que suena mucho más serio, con recluirnos dentro de unos límites determinados, los de nuestra casa

.El diccionario suele ser termómetro de lo que nos interesa y las consultas que le hacemos demuestran más que nada lo que nos importa hoy. En diciembre de 2019 se consultó en el DLE la palabra cuarentena unas 300 veces; en febrero de este año las consultas pasaron a ser 4381; en marzo el termómetro lexicográfico se disparó a 47 579 consultas. La consulta de aislamiento pasó de 342 en febrero a 2260 en marzo; y confinamiento pasó de 567 consultas en febrero a 25 229 en marzo.

Y así nos pilla mayo, consultando el diccionario y preguntándonos cuál será la duración de esta particular cuarentena y del aislamiento y el confinamiento que trae con ella. Mientras tanto, cuídense, apoyen a los que están dando la cara por nosotros y llenen este paréntesis de contenido.

Ortoescritura

Por Rafael Peralta Romero

 

VOCABLOS EXÓTICOS “VESTIDOS” EN ESPAÑOL

 A algunos dominicanos les resulta difícil   hablar sin emplear  palabras de otras lenguas, sobre todo del inglés,  lo cual no es una buena costumbre. Para  quienes puedan caer   en  esa tentación, les presento unas sugerencias. Primero me permito recordarles que la adaptación es la forma recomendada cuando es inevitable que la voz extraña de que se trate sea utilizada  en nuestra lengua. Hoy se trata de una colección de voces extranjeras relacionadas con el vestir. Las recomendaciones están avaladas por el Diccionario panhispánico de dudas y el  Libro de estilo de la lengua española, ambos publicados por la Asociación de Academias de la Lengua Española, incluida la Real Academia Española.

Comenzamos con el vocablo -beis (beige). Del francés. Color castaño claro.  -bléiser (blazer). Voz inglesa. Chaqueta deportiva de tela.-blúmer (bloomer).Voz inglesa. Prenda de vestir femenina que en el español dominicano devino en “blumen”,  de uso no aconsejable. Su plural: blúmeres. Todos usamos el pantalón de fuerteazul procedente de la cultura estadounidense: bluyín, adaptación de la voz inglesa “blue jean”. Se traduce como pantalón vaquero o texano.

El -esnob, esnobismo (del inglés snob)  es  la tendencia a  imitar  las maneras de otros. El protocolo a veces  impone usos comunes. Por ejemplo, a  unas actividades se asiste con traje de coctel o cóctel (de la  voz inglesa cocktail, que es una  bebida hecha de licores mezclados). Otras actividades exigen el esmoquin (del  inglés smoking). Traje formal. Plural en español: esmóquines.

El  esmoquin podría  aportar /glamur/, vale decir elegancia, finura a quien lo usa (de glamour, francés), pero también a quien lleva /overol/, traje de una sola pieza (overall, inglés). Para dormir también tenemos vestimentas: unos se ponen la /piyama/ y otros el  /pijama/. La voz procede del inglés (pyjama). En el español general es vocablo masculino (el pijama) y suena la –j conforme a su grafía etimológica. En el español de América predomina la forma femenina (la piyama) y el sonido –ye. Del inglés hemos  recibido también el sustantivo  /suéter/ (sweater). Su plural es suéteres. El Diccionario académico no define este vocablo, sino que remite a /jersey/, también anglicismo, al cual define así: “Prenda de vestir de punto, cerrada y con mangas, que cubre desde el cuello hasta la cintura aproximadamente”. Su plural en español: jerséis. Las palabras inglesas adaptadas al español si terminadas en –y cambian esta consonante por la vocal –i seguida de –s (ponis, pony; (gais, gay), (espráis, espray).

Palabra terminada en –y, procedente del inglés y que se define “prenda femenina, a modo de leotardo de tejido fino y muy elástico”: panty. Se ha adaptado como /panti/ y su plural es pantis, a pesar del repetido “panties” de la publicidad.

Pariente del panti ha de ser el /biquini/, prenda femenina de baño compuesta de un sujetador y una braga. Procede del inglés bikini. Debe su nombre a  Bikini, nombre de un atolón (islote) de las Islas Marshall.

De la lengua francesa nos ha  llegado /culote/ (culotte), prenda interior femenina en forma de pantalón corto. Hasta ahora, los ejemplos tienen que ver con prendas de vestir, pero si alguien quisiera mostrarse  públicamente con poca ropa, hará un /estriptis/  (striptease). Esta voz inglesa, nombra un espectáculo erótico. Por el  procedimiento  de la adaptación  han  ingresado muchos términos a nuestro idioma, y seguirán  ingresando.  Ese proceso   conlleva el acomodo al sistema fonológico, gráfico y ortográfico del español y está regido por normas. En unos casos la palabra extraña se amolda al español conforme a la pronunciación en su lengua de origen y en otros casos entra por la grafía.

Entrevista a Eduardo Gautreau de Windt:

Entrevista a Eduardo Gautreau de Windt:

“MUCHOS CONSIDERABAN QUE ERA UN MÉDICO JUGANDO A LA LITERATURA”

 

Por Emilia Pereyra

 

Médico a tiempo completo, pero también poeta, ensayista, narrador y dramaturgo, quien ha llegado a los linderos literarios después de destacarse en los derroteros de la ciencia, y desde entonces no ha cejado de ejercer plenamente su vocación por las letras.

Eduardo Gautreau de Windt finalmente se aventuró a entrar en el campo literario, tras caer en un “vacío”, luego de finalizar sus gestiones como presidente de dos importantes entidades médicas y de darse cuenta de que había llegado el momento.

Así, poco a poco y sin desmayar, comenzó a actuar en la escena literaria dominicana, donde se le reconoce por su trabajo y su activismo por la difusión cultural.

 

   Sus tormentos como médico durante de la pandemia del coronavirus, ¿lo han motivado a escribir algún texto literario?

Sí, claro, pues mi vocación literaria es tan intrínseca a mí como la vocación médica. Ambas las considero como un servicio a los demás.

 

   ¿Se puede ser médico en ejercicio y escritor tenaz y no morir en el intento? ¿Cómo se logra esa “magia”?

Se puede. Muchos, antes que yo lo han hecho, de ejemplos, buenos ejemplos, está llena la literatura, y precisamente, en muchos de nosotros, médicos y escritores, la literatura, en mi caso, el arte, en general, sirve para eso: para no “morir” en ese intento diario… o, al menos, morir menos, más lento… Considerando ese “morir” como secarse, padecer por las impotencias frente a las adversidades por las enfermedades, por la muerte, por el dolor y el sufrimiento que uno no puede aliviar. Por las injusticias del sistema, de la vida, y de la misma muerte. Y eso se logra, siendo cada vez más humanos. Dejando a un lado la ciencia pura, fría, y reflexionando sobre el sentir de los demás.

 

   ¿Cómo pudo relegar por tanto tiempo su vocación literaria?

Porque mi padre me hizo elegir a los 18 años: o el arte, en aquel tiempo era el teatro, o la medicina. Mas, paradójicamente, siempre me alentó a no olvidar por completo mi vocación literaria; al contrario, me estimuló, con su ejemplo, era poeta, además de abogado y estudioso de teología, y de manera directa y clara en una carta inmensa, que me mandó a Caracas, donde estudiaba las especialidades: donde me aconsejó sobre todo lo que un padre puede aconsejar a un hijo hombre: las mujeres, el amor, la vida, los hijos, la familia… y mi vocación literaria. En esa carta me confesó que me consideraba mejor poeta que él, y me estimuló a que ahondara en la literatura para que no me quedara como un diletante.

 

   ¿En qué momento se dijo “ya es la hora del escritor”? ¿Cuál fue el detonante?

Al terminar mis mandatos como presidente de la Federación Centroamericana y del Caribe, y de la Sociedad Dominicana de Neumología y Cirugía de Tórax, diciembre del 2007, caí en un “vacío”; me sobraba tiempo, después de un largo y agitado período profesional y gremial y político. Entonces, me propuse acercarme al ensayo. Un género literario al que le temía, pero me atraía enormemente. Asistí a una conferencia que dictó Basilio Belliard en la Academia Dominicana de la Lengua: “El ensayo. El centauro de los géneros”, y salí enganchado, para siempre. Luego vino la valiosa ayuda de mi gran maestro, el Dr. Bruno Rosario Candelier, a través de la Academia y del Movimiento Interiorista.

 

   Es poeta, ensayista y gestor cultural. ¿Qué le aporta cada faceta?

Todas son ramas de un mismo tronco: comunicar. La de poeta es la base de todo; no me imagino abandonando la poesía. Por medio del ensayo convino perfectamente mis dos vetas: la racional y lógica, la del hombre de estudios y de ciencias que soy, formado en inquirir, buscar la verdad y las razones, y ejercer, una de mis pasiones más inagotables: el analizar, desconstruyendo y reconstruyendo la realidad, las verdades a las que tengo acceso. Me encanta ejercitar mis condiciones analíticas y críticas. Y la de gestor cultural me da la oportunidad de hacer. De realizar aquellas cosas que ideo, que forjo en mis labores literarias y de pensamiento, con cierta libertad. Es decir, sin depender tanto de los otros.

 

   ¿Cómo ha logrado un espacio en la literatura después de descollar como médico?

Haciendo, haciendo y haciendo. Sin temor al qué dirán (al principio muchos consideraban que era un médico jugando a la literatura). Y, sobre todo, aplicando todo mi bagaje intelectual, vivencial y experiencial.

 

   ¿Ha tenido mentores literarios?

Muchos: ya mencioné a don Bruno, y tangencialmente a Basilio Belliard. También, en poesía a Tulio Cordero, como ejemplo; Carmen Pérez Valerio y Carmen Comprés Bencosme, consejeras y correctoras. Al filólogo español José Nicas Montoto. En cuentos a Juan Manuel Prida. En dramaturgia, mi papá teatral es Iván García. Y otros como don José Alcántara Almánzar, Juan Carlos Mieses, Rafael Peralta Romero, Valentín Amaro, tú misma, Emilia Pereyra, permitiendo que mi voz llegue a los demás, que me han facilitado el avance, me han dado la mano, me han abierto puertas, demostrándome que mi trabajo sirve para algo.

   Su recorrido.  Poeta, narrador, ensayista y dramaturgo. Miembro correspondiente de la Academia Dominicana de la Lengua y del Movimiento Interiorista. Cirujano torácico y especialista en vías respiratorias, en ejercicio, además de profesor de postgrado en el IDSS.

Ha publicado: Susurros de la lux, poemario (Santuario, 2011), (Isla Negra Editores, 2016) y transcrito al braile en español (Escuela Nacional de Ciegos, 2017). Relatos de un silbo, narrativa corta (Banco Central, 2018). Los poemarios digitales Sublime incompletud (2016, Exebook) y Traducido soy Otro, en Italiano (2018). El poema escénico Martirio de una Rosa (2019, CPEP) y un volumen de cuentos Los linderos del fuego (Amazon, 2020).

Ha escrito artículos de interés nacional para la prensa escrita, digital e impresa, así como más de 170 estudios literarios sobre poesía y narrativa, algunos han sido publicados en España, México, Nicaragua, Puerto Rico y Estados Unidos de Norteamérica. Cuentos, poemas y ensayos suyos han sido incluidos en más de cinco antologías, nacionales y latinoamericanas y en obras de otros autores. Es coordinador de “Intelectuales por la República Dominicana”. Por siete y medio años organizó una tertulia poética que se convirtió en un referente sobre poesía dominicana y por la que pasaron más de 90 de los más importantes poetas y escritores dominicanos.

https://www.diariolibre.com/revista/cultura/eduardo-gautreau-de-windt-muchos-consideraban-que-era-un-medico-jugando-a-la-literatura-OL18130709

Para lectores “infieles”

(En memoria de Cervantes y de Ortega y Gasset)

 

Por Segisfredo Infante

 

El primer libro de Ortega y Gasset, publicado como tal, fue puesto en circulación en julio de 1914, bajo los ecos de los primeros pistoletazos que anunciaban el advenimiento de una de las guerras más espantosas de la Historia: La Primera Guerra Mundial. Así que el más importante libro introductor de una nueva filosofía moderna en lengua castellana, pasó desadvertido, y apenas fue leído por media docena de amigos y conocidos del filósofo español. Los motivos de la indiferencia frente a las “Meditaciones del Quijote” de Ortega y Gasset, son básicamente dos: Primero: Los lectores españoles, incluyendo los académicos, en aquel tiempo no estaban nada familiarizados con los lenguajes filosóficos, y las necesarias profundidades de una Filosofía de contenido. Segundo motivo: Los cañonazos expansivos de la Primera Guerra Mundial, empalidecieron cualquier esfuerzo filosófico y científico. Y ensordecieron los leves campanazos de la armonía propuesta por el saber amoroso de un pensador insólito como Ortega y Gasset.

Por tal razón Ortega se presentó a los lectores latinos, como un simple profesor de Filosofía, con la irónica frase de “in partibus infidelium”. Había que dirigirse a posibles lectores “infieles” que desertaran de la simple lectura de provincia, en donde alternaban, simultáneamente, las buenas y las malas literaturas. No habían sido suficientes los esfuerzos previos de Miguel de Unamuno por acercar a los castellanos, y a los lectores hispanoamericanos en general, hacia las obras de reflexivo pensamiento. Por eso el periodismo había sido la praxis normal previa de Gasset para instalarse en la plazoleta de la opinión pública. Sin olvidar sus aproximaciones a las aulas universitarias. Sin embargo, estaba convencido que la verdadera Filosofía sólo es posible mediante las páginas del libro impreso, en donde el nuevo lector puede detenerse sobre cada metáfora y concepto. Así que el filósofo determinó lanzarse desde los bosques del sobrio monasterio de “El Escorial”, en las proximidades de Madrid, a la cacería de lectores “infieles”, con el fin ulterior de rescatarlos y pastorearlos en el templo de Sophía.

Con el propósito de incorporar a estos nuevos lectores elaboró el señuelo llamativo de “Meditaciones del Quijote”, pues en una sociedad cervantina como la española de aquel entonces, y quizás la de ahora, el sólo nombre de Don Quijote se convertía en un anzuelo para los peces dispersos del conocimiento. La dificultad es que los propios amigos de Ortega fueron atraídos únicamente por las bellas metáforas del libro, creyendo que se trataba de un volumen más de mera literatura, y nunca de un libro de Filosofía que anunciaba la creación de un nuevo sistema filosófico abierto, desde cuyas páginas sería lanzada ante el mundo la frase estremecedora ortegueana: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo” (Ediciones Cátedra, 1984, pág. 77). En cambio, la frase que posiblemente sí les gustó a los lectores desprevenidos, es aquella en que el filósofo presenta al monasterio de  San Lorenzo de El Escorial, como “nuestra gran piedra lírica”, como es para nosotros, en Tegucigalpa, el Cerro del Picacho, con todo lo que representa. Varios años más tarde Ortega se quejó, según Julián Marías, de la insensibilidad filosófica de sus amigos y conocidos, quienes ignoraron la inauguración de un nuevo modelo de pensamiento en lengua castellana, como expresión de la madurez centenaria y milenaria de un gran idioma mediterráneo y visigótico: el español.

Pero como Ortega y Gasset había declarado que “filosofar es circunstancializar”, se atuvo, amorosamente, a las circunstancias de la España de aquel tiempo, publicando en revistas y periódicos algunos pensamientos críticos y sesudos, desde casi los comienzos del siglo veinte. De hecho José Ortega y Gasset pertenece a una generación española, la de 1914, que parejamente a la del pensador catalán Eugenio D’Ors, exhibe una fuerte tendencia hacia el ensayo y el artículo periodístico. Esta tendencia marcará una buena parte de su recorrido intelectual: ratiovitalista. Al grado que para reconocer a Ortega, en estos años frívolos en que suelen olvidarse los nombres de varios grandes pensadores europeos y latinos, es sugerible rastrear sus escritos multiformes en periódicos y revistas de su época, como “El Espectador” y la “Revista de Occidente”, para sólo mencionar algunos. Vale destacar que tal actividad periodística terminaba convirtiéndose, al final de la tarde, en sendos libros de una subespecie de filosofía antológica; o de aproximación a ella; sin caer en estereotipos y minimalismos.

Volviendo a las “Meditaciones del Quijote”, debo aclararles a los condescendientes lectores y oyentes, que utilizo en este ensayo-conferencia una edición de 1984 (no la del 2007), preparada por el principal discípulo de Ortega, el también filósofo Julián Marías, con quien en algún momento establecí correspondencia postal. Aún creo conservar una carta manuscrita del profesor Marías. Por razones metodológicas evito, o cuando menos lo intento, diluirme en otros volúmenes posteriores, riquísimos, débiles o amargados, del señor Ortega y Gasset. Encima de ello el libro que nos ocupa pertenece a “Ediciones Cátedra”, del aludido año 1984, que he deletreado en unas tres oportunidades aproximadas, incluyendo la actual. De tal suerte que para evitar las engorrosas formalidades académicas solamente escribiré, dentro del texto, cuando considere pertinente, el número de página citado. También debo añadir que durante casi toda mi vida de periodista de opinión (más o menos treinta y seis años), he venido citando, en múltiples artículos y ensayos, el pensamiento de “Don José”, como algo inevitable en el discurrir castizo. También he citado y trabajado a don Julián Marías, en ligamen con el tema del “ser español”, hondureño y latinoamericano, con sus complicaciones más íntimas, razón por la cual resultarán comprensibles ciertos parafraseos aislados, voluntarios e involuntarios, de los dos pensadores españoles, con mis propias consideraciones concienciales, dentro de los parámetros de mi propio otoño espiritual. (He estudiado a Ortega y Gasset casi con la misma devoción que he dedicado al gran Guillermo Hegel, a René Descartes, Parménides, Aristóteles, Maimónides, María Zambrano, Luis Alonso Schökel, Octavio Paz y Jorge Luis Borges, por sólo mencionar algunos nombres insignes: inevitables y dispares entre sí).

“Meditaciones del Quijote” es un libro que sondea las profundidades de aquel bosque cercano al monasterio de El Escorial, y de algunas universidades alemanas, en donde Ortega y Gasset mantuvo contacto cerebral, y templó su ánimo y su estilo. Es un libro señuelo, como ya lo sugerimos, para atrapar a lectores que se acostumbraron a leer únicamente literatura, en desmedro del pensamiento. Ortega ansía, en 1914, o posiblemente desde antes, que la Filosofía penetre en el alma de los mejores españoles, sobre todo en la de los jóvenes que se mueven bajo el espíritu de los nuevos tiempos. Sabe quizás que nunca va a ponerse de acuerdo con su formidable adversario fraterno don Miguel de Unamuno, el otro gran viejo vascuence castellano, polemista por naturaleza, y a quien nosotros los latinoamericanos le debemos mucho. O por lo menos algo fuerte. Don José Ortega y Gasset comprende, singularmente, que el libro “Don Quijote” es un inmenso bosque, un libro pleno, de un mirar profundo, como pocos de la lengua castellana. Don Quijote es, en definitiva, un “libro máximo”, “una selva ideal” (pág. 118). Y eso que hubo épocas “de la vida española en que no se quería reconocer la profundidad del Quijote” (pág. 119).

Pero lo que a Ortega le interesa, vale la pena destacarlo, es el verdadero quijotismo de Cervantes. (Pág. 87). No las quijotadas de algunos primos y paisanos. Percibimos, en consecuencia, que a Ortega le interesa la profundidad en la mirada y el estilo de don Miguel de Cervantes Saavedra, que se explaya por las páginas del “Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha”, de una manera que es difícil atrapar. Es una mirada latina, mediterránea, transparente. Pero también es una mirada gótica, medieval, germánica, profunda y moderna, instalada en “la cumbre del Renacimiento.” (pág. 214). No hay que olvidar en este punto que hay autores que sostienen (quizás nunca lo supo Ortega) que Cervantes es de origen judeo-sefardita, lo que le adjudicaría, en caso de demostrarse, un estatus de verdadero “nuevo-cristiano”, como lo insiste él mismo, de forma un poco velada, en las páginas del “Quijote”. Por eso Miguel de Cervantes representa al español genuino, en tanto que se diferencia del común de los españoles, según lo reafirmado por Ortega y Gasset en otro de sus textos, o en las mismas “Meditaciones”. Por lo mismo él insiste que es cuando menos “dudoso que haya otros libros españoles verdaderamente profundos. Razón de más para que encontremos en el Quijote la magna pregunta: Dios mío, ¿qué es España?”. (Pág. 168). “Español significa para mí”, continúa Ortega, “una altísima promesa que sólo en casos de extrema rareza ha sido cumplida” (pág. 172). “Una de estas experiencias esenciales es Cervantes, acaso la mayor. He aquí una plenitud española”… (pág. 173). “Si supiéramos con evidencia en qué consiste el estilo de Cervantes, la manera cervantina de acercarse a las cosas, lo tendríamos todo arreglado. Porque en estas cimas intelectuales reina inquebrantable solidaridad y un estilo poético lleva consigo una filosofía, una ciencia y una política” (pág. 173).

Pero al hablar del estilo de Cervantes devenimos obligados a redactar un paréntesis anticipado sobre la sustancia del estilo de Ortega y Gasset. En el estilo de este filósofo advertimos preguntas y alusiones que nunca son contestadas, dentro del texto tal o cual, por el autor. Quedan entonces los lectores en suspenso, tratando de encontrar respuestas a las incógnitas que sólo la vida y otras lecturas acumuladas pueden despejar. Por ejemplo Ortega advierte que El Quijote está elaborado sobre una gran “equívoco” de la literatura española. Pero nunca esclarece en qué consiste tal equívoco. También él pregunta de qué cosa se burla Cervantes. Pero deja la respuesta entrelineada y como en suspenso. Aquí conviene recordar la técnica de rodear las murallas de Jericó en forma gradual y concéntrica, que alude el filósofo en varios de sus libros, y de cuya técnica nosotros somos porcentualmente deudores, sobre todo en el renglón moderado de la poética específica “De Jericó, el relámpago”. A esto habría que agregar que para Ortega “La meditación es el movimiento en que abandonamos las superficies” (pág. 125). “Cuando meditamos tiene que sostenerse el ánimo a toda tensión;” en “un esfuerzo doloroso e integral” (pág. 126). Pues el meditador “posee el órgano del concepto. El concepto es el órgano normal de la profundidad” (pág. 141). En consecuencia conviene leer algo sobre el concepto de la alusión puntualizada por Ortega mismo: “la pedagogía de la alusión” es la “única pedagogía delicada y profunda. Quien quiera enseñarnos una verdad que no nos la diga: simplemente que aluda a ella con un breve gesto, gesto que inicie en el aire una ideal trayectoria, deslizándonos por la cual lleguemos nosotros mismos hasta los pies de una nueva verdad” (pág. 109). He aquí la auténtica Filosofía ortegueana.

Sin embargo, hay también filosofía, hay política y hay solidaridad en el Quijote de Cervantes. Y hay un cierto estilo poético, advierte Ortega y Gasset. No olvidemos los maravillosos consejos políticos de Don Quijote a su escudero Sancho Panza, al momento de hacerse cargo de la gobernación de Ínsula Barataria. Son consejos sublimes que empalman con la mejor ética y moral que traspasa todos los territorios y los tiempos. Y es que el Quijote representa, lo ha sugerido Julián Marías, la clave de la realidad española. En El Quijote de Cervantes se realiza con “máxima intensidad ese modo de ser humano que es lo español, esa posibilidad tantas veces perdida”, de esa “gema iridiscente”, de lo que pudo España haber sido…De alguna manera también es la clave formidable, añadimos nosotros, de las duras y escurridizas realidades mestizas latinoamericanas, sumergidas entre la realidad, la terquedad y el ensueño, incluyendo a la periférica y angosta República de Honduras, una Ínsula Barataria, muy a la manera hondureña.

En la obra de cada gran pensador hay un estilo abierto o subyacente. Una sustancia especial; irrepetible. Es tarea del buen lector (“infiel” o recién rescatado de las superficies) identificar las peculiaridades de ese estilo único, al margen de las posibles, indirectas e inevitables influencias de otros autores, cercanos y lejanos. O al margen del saber universal compartido. Sobre este extraño punto tengo la percepción que Ortega se imagina a Miguel de Cervantes como un probable pensador, con un estilo poético que guarda en su interior una especie de filosofía. Aunque Ortega solamente sugiere esta posibilidad en algunos cuantos renglones de sus “Meditaciones del Quijote”, se hace fotoevidente que Gasset está proponiendo algo así como una “razón poética”, que será trabajada, décadas más tarde, por su discípula, fiel e independiente, doña María Zambrano. Tema que también será retomado, desde otra óptica, por autores más contemporáneos como el cubano Eduardo López Morales. (Edición 1989). A estas alturas de mi otoño se torna indispensable informarles a los lectores, nuevamente, que hay dos escritoras europeas que han estado, durante casi toda mi vida, muy cerca de mi pensamiento y de mi corazón: me refiero a la española María Zambrano y a la judeo-alemana Hannah Arend’t. Desconocerlas a ellas sería como desconocer dos piedras preciosas del pensamiento occidental. No vaya a ser que los fanáticos y extremistas de siempre nieguen en algún momento de la historia futura que estas dos escritoras nunca existieron, como ahora mismo niegan, algunos, que se verificó el “Holocausto”, y que la señorita Ana Frank, potencial novelista y mártir de unas circunstancias indescriptibles, haya escrito su propio “Diario Íntimo”; sino que lo escribió, dicen ellos, su señor padre Otto Frank. Después negarán, también, que existió su papá. Y así sucesivamente, hasta el “infinito” de la desvergüenza historiográfica.

Las “Meditaciones del Quijote” de Ortega y Gasset son, además, según Julián Marías, un proyecto intelectual de orden personal, y por tanto vocacional, que el autor habría de dividir en diez meditaciones. De entrada, aunque sugiere negarlo más tarde, se propone elaborar una “doctrina” concretamente filosófica, ligada a la realidad de España, con el propósito de reformarla. El autor pareciera querer advertir que los posibles lectores “infieles”, en vías de conversión en su época, nada querían saber de Filosofía, a pesar de los esfuerzos previos y posteriores del gran Unamuno, con sus ensayos sobre el casticismo y el concepto de la “intrahistoria”. Veamos lo que expresa el mismo Ortega y Gasset: “Estas Meditaciones, exentas de erudición –aun en el buen sentido que pudiera dejarse a la palabra–, van empujadas por deseos filosóficos. Sin embargo, yo agradecería al lector que no entrara en su lectura con demasiadas exigencias. No son filosofía, que es ciencia. Son simplemente unos ensayos. Y el ensayo es la ciencia, menos la prueba explícita. Para el escritor hay una cuestión de honor intelectual en no escribir nada susceptible de prueba sin poseer antes ésta” (pág. 60). Tal es otro ejemplo de la elipsis ortegueana entre la ciencia y la verdadera filosofía especulativa.

De las diez “Meditaciones” proyectadas, Ortega solamente logró escribir, y medio terminar, la primera, subdividida en una “Meditación preliminar” y en una tautológica “Meditación primera”. Sospecho que el desarrollo trágico de los acontecimientos europeos lo hicieron desistir del proyecto. Por eso Ortega se vio en la circunstancia, desde el periódico, la revista y desde el libro, de hacer “propaganda de entusiasmo por la luz mental”. Es decir, “La luz como imperativo” filosófico-conceptual, poético y moral (pág. 157). (De ahí su amor intelectual por el poeta y dramaturgo alemán, extraordinario, Wolfgang von Goethe).  Es interesante que en un libro aparentemente literario, Ortega y Gasset proponga toda una teoría novedosa del concepto, a veces excesivamente pangermanista, por lo menos desde mi gusto personal. Motivo por el cual chocará, mediante agrias discusiones, con su “enemigo fraterno” favorito: don Miguel de Unamuno. Sin embargo, nunca olvidará que es un hombre mediterráneo, que ansía las claridades conceptuales germánicas.  En el alma y en la etnia mestiza del pensador coexistían (lo llegó a insinuar él mismo), diferentes hombres que pensaban simultáneamente. Por otro lado conviene recordar que Ortega se identificaba un poco con el pintor español Diego de Silva y Velázquez, cuya técnica morosa, o de “vocación” suspendida, era la de nunca terminar sus obras pictóricas, al grado de convertir en un estilo plástico genial lo que de entrada parecía un defecto. Ortega sigue, de alguna manera, estos mismos pasos velazquiztas, cuando advierte que sus “Meditaciones del Quijote” son apenas unos ensayos intimistas, propios del “amor intelectuallis” que sugería el filósofo Baruch Spinoza. Pero es tal la insistencia en que su obra es solamente ensayística, que ahí podría esconderse una trampa muy noble, y que para Ortega es, por definición, aquello de la filosofía  como “ciencia general del amor”, pero en estado alusivo y elusivo, circular o elíptico.

El gran preámbulo sobre la obra de Miguel de Cervantes se convertirá en una subespecie de pretexto para establecer el amor como categoría relacional con los “otros”, y para elaborar verdadera Filosofía. En ambas direcciones Ortega la emprende contra el concepto del “odio”. En uno de mis tantos artículos publicados en el diario “La Tribuna” de Tegucigalpa, yo advertía que si los españoles hubiesen estudiado, a fondo, la obra filosófica de Ortega y Gasset, jamás de los jamases hubiesen decaído en la famosa “Guerra Civil” de los años treinta. Un solo ejemplo de lo externado se puede extraer del contenido de las mismas “Meditaciones del Quijote”, publicadas por Ortega, ya lo dijimos, a mediados de 1914. Veamos: “Yo desconfío del amor de un hombre a su amigo o a su bandera cuando no le veo esforzarse en comprender al enemigo o a la bandera hostil. Y he observado que, por lo menos, a nosotros los españoles nos es más fácil enardecernos por un dogma moral que abrir nuestro pecho a las exigencias de la veracidad. De mejor grado entregamos definitivamente nuestro albedrío a una actitud moral rígida que mantener siempre abierto nuestro juicio, presto en todo momento a la reforma y corrección debidas.” (Pág. 50). Pero como si la propuesta anterior fuera poca, en la siguiente página sentencia: “El rencor es una emanación de la conciencia de inferioridad. Es la supresión imaginaria de quien no podemos con nuestras propias fuerzas realmente suprimir” (pág. 51). “Esta lucha con un enemigo a quien se comprende, es la verdadera tolerancia, la actitud propia de toda alma robusta” (pág. 52). El mismo Ortega había dado pruebas contundentes de compresión al defender a su adversario natural Miguel de Unamuno cuando éste fue expulsado de la rectoría de la Universidad de Salamanca.

No comparto del todo la metáfora o la opinión de Ortega cuando sugiere que Don Quijote es “la parodia triste de un cristo más divino y sereno; él es un cristo gótico, macerado en angustias modernas; un cristo ridículo de nuestro barrio, creado por una imaginación dolorida que perdió su inocencia y su voluntad, y anda buscando otras”. (Pág. 86). Sí comparto que Don Quijote es como si fuera un personaje gótico, medieval, metido en una época impropia que apunta hacia el desencanto de cierta modernidad. También me parece aceptable que Ortega proyecte estudiar a Miguel de Cervantes para descubrir la autenticidad española, o sea “el sí mismo”, que los verdaderos héroes intentan asumir para diferenciarse de la vulgaridad de los demás. O “el sí propio”, como corregiría Martin Heidegger en 1927. Claro está que tal heroicidad se encuentra plasmada, para bien o para mal, en la noble y triste figura del inmortal Don Quijote de la Mancha. Porque “el individuo Don Quijote es un individuo de la especie Cervantes” (…). Y “el verdadero quijotismo es el de Cervantes, no el de don Quijote” (pág. 87).

La contradicción aparente, de esta ardua temática ha sido y sigue siendo, sin embargo, creada por el mismo Ortega, cuando esboza que en la obra literaria de Cervantes hay filosofía; apuntamiento que comparto en un ochenta por ciento. Porque también hay una fuerte solidaridad para con los desvalidos y los huérfanos de ambos sexos, y una poesía amorosa, en forma prosaica, en donde se idealizan querencias reales a partir de algo irreal, en tanto que por encima de todo se alza la honra de la mujer. Por ejemplo, la tosca Aldonza Lorenzo en el papel de la sublime Dulcinea, cuyo proceso fue subliminalmente traducido, siglos más tarde, mediante la bella película “El Hombre de la Mancha” (o “Sueño Imposible”), protagonizada por Peter O’Toole y Sofía Loren. No hay que olvidar en este punto “El irracionalismo poético” trabajado, magistralmente, por Carlos Bousoño. (Gredos, 1977). Y las mismas frases del Quijote cuando señala las sinrazones del corazón que la razón no entiende. Ya que “La razón no puede, no tiene que aspirar a sustituir la vida”, termina diciendo el gran Ortega (pág. 149).

Gasset resuelve la aparente contradicción al afirmar que Don Quijote NO es un personaje épico, del tipo homérico, sino que un personaje heroico, de una novela en donde se supera, como síntesis, la tragedia y la comedia. Don Quijote es la vez un héroe y un orate (pág. 241). Pues “el carácter de lo heroico estriba en la voluntad de ser lo que aún no se es”, en donde el personaje tiene el cuerpo medio salido de la realidad. “Héroe es quien quiere ser él mismo. La raíz de lo heroico hállase, pues, en un acto real de voluntad.” Sin embargo, como la mitad del cuerpo la tiene sumergida en la realidad y la otra mitad en la fantasía, al tirarle de los pies y traerlo a la tierra por completo, “queda convertido en un personaje cómico” (págs. 237-238). El problema real es que el soldado y el grave escritor don Miguel de Cervantes, no tiene nada de cómico, ni mucho menos, ya que ha vivido una vida intensa hasta llegar a la miseria concreta y hasta las heces, sólo para construir, consciente o inconscientemente, una novela cuasi gótica inmortal, a partir de por lo menos cuatro importantes novelas caballerescas previas, entre ellas el inolvidable “Amadís de Gaula”, y “Tirante el Blanco” (“Tirant lo Blanc”, como le gusta repetir a Mario Vargas Llosa).

Espero que estos párrafos más o menos cansinos, cuyos borradores han sido escritos, originariamente, entre un jueves y un viernes de “Semana Mayor” (o de Semana alternativa del “Pésaj”), como un homenaje sincero, respetuoso y alterno, al sublime y amoroso Rabino de Galilea, sean digeridos por los lectores avispados de diversas etnias y culturas; pero, sobre todo, por aquellos lectores “infieles”, que se desplazan en doble vía, de países como Honduras, que hoy por hoy desprecian, de manera casi sistemática, cualquier gran Filosofía, o el mismo pensamiento especulativamente serio, en tanto que prefieren el facilismo manualesco de algunas tendencias ideológicas y tecnológicas al uso, simplonas, antifraternas y pesadas. A veces cargadas de histeria y de odio. Ansío la conversión gradual de los “infieles” a la auténtica Filosofía, o, cuando menos, sólo para empezar, a la filosofía ortegueana, aunque para ello, en nuestro medio espiritual precario, tengan que transcurrir unos doscientos años aproximados.

Otros temas conceptuales ortegueanos, como los de “raza”, “gente” y “pueblo”, los seguiré abordando en artículos aislados de periodismo de opinión. Entretanto vale la pena meditar, por nuestra propia cuenta, que así como Don Quijote es un personaje novelesco que padece las dolencias de aquella conciencia desgarrada medieval y moderna que advertía Guillermo Hegel, don Miguel de Cervantes, por su parte, es un hombre muy herido, de conciencia interior parejamente desgarrada, que de alguna manera se consubstancia con su personaje central. Por lo que haciendo una comparación forzada entre el novelista Pío Baroja y el autor del Quijote, podríamos parodiar la frase que Cervantes, “más bien que un hombre, es una encrucijada.”

He aquí mis simples pensamientos de primavera cálida, bajo el cantar desolado de las cigarras y chiquirines, sobre el borde de un tosco peñasco tegucigalpense en donde habito, en virtud que en primavera fueron lanzadas, desde el sacro-histórico monasterio de El Escorial, las primeras meditaciones filosóficas profundas, cervantinas, de don José Ortega y Gasset. Muchas gracias (Segisfredo Infante).

 

Tegucigalpa, MDC, 24 y 25 de marzo del año 2016.          

 

(*) Conferencia pronunciada por Segisfredo Infante, el lunes 25 de abril de 2016, en el paraninfo “Ramón Oquelí Garay”, de la Universidad Pedagógica Nacional “Francisco Morazán”. En esta actividad coincidieron las iniciativas del director de la Academia Hondureña de la Lengua, don Juan Ramón Martínez, con las máximas autoridades de la Universidad Pedagógica, en un acto conmemorativo de los “Cuatrocientos Años del fallecimiento de don Miguel de Cervantes Saavedra”.

 

Poetas de la Academia: poemas de Fray Jit Manuel Castillo

Metáforas

Dichoso el siervo que guarda en su corazón los secretos del Señor.

(San Francisco de Asís, Avisos espirituales, 28)

Al amanecer,

Te derramas como lluvia torrencial

en mis poros hambrientos.

Tus manos trasparentes

se deslizan en mi calzo.

 

Al atardecer,

eres árbol que surge en un bosque primario.

Raíces, tronco y follaje,

vuelan en el viento.

 

Al anochecer,

eres frágil crisálida

dormida entre los sauces

esperanza que se acrisola

en el corazón de los astros.

 

Despierto y te descubro luminoso

entre la vida y la muerte

danzando el cosmos

por fuera y por dentro.

 

Ser en muerte

Ser en Tu vientre

amor total

agonía de un anhelo

fuego indiviso e integrado:

¡todo mi ser

despierta a la Vida!

 

Luz y tinieblas

 

Si te perdieres, mi amada, / Alma, buscarte has en Mí.

(Santa Teresa de Jesús, “Si te perdieres, mi amada”)

 

Soy luz intermitente.

A veces

ilumino el movimiento de la noche

para esconderme de Ti.

Otras veces

nado entre tinieblas

perdido en las sombras

de Tus aguas

que me encubren.

 

Gemidos interiores

 

“La creación entera gime y sufre dolores de parto” (Rom. 8, 22).

 

Engendrado en ternura

germiné como el óvulo

de un amor seminal

en el útero de la tierra.

 

Sé de una promesa:

quien floreció ayer

fructificará mañana.

 

Si no viene un sembrador

vendrá una abeja

una mariposa o el viento

para fecundarme con su hurto.

 

Creo, amo, espero

entre gemidos interiores

que yo mismo desconozco.

Germinando

 

Aparta de Dios todo cuanto lo reviste  y tómalo puro en el vestidor  en donde está descubierto y desnudo en sí mismo. Entonces permanecerás en él.

(Maestro Eckhart, “La imagen desnuda de Dios”)

 

Algo se abre paso en mi interior.

Se rompen cáscaras

de heridas ancestrales.

Debo vaciarme entero a cuanto irrumpe

echar tierra donde enraíce.

¡Cuánto dolor de adentro hacia afuera!

 

 

La creación poética de Leopoldo Minaya

Por León David

 

Distinguir en los versos el fondo y la forma; un tema y un desarrollo; el sonido y el sentido; considerar la rítmica, la métrica y la prosodia como natural y fácilmente separables de la expresión verbal misma, de las palabras mismas y de la sintaxis; he ahí otros tantos síntomas de no comprensión o de insensibilidad en materia poética. PAUL VALÉRY

 

El artista está determinado por su propia obra, y si no obedece a la coherencia interna de la misma está condenado al fracaso.  LUIGI PAREYSON

 

…Desde el gesto ancestral de los menhires/ sopla una eternidad que no es el viento… LEOPOLDO MINAYA 

 

A quienes gentilmente se han tomado la molestia de colmar este salón con el propósito de escucharme proferir algunas impresiones en torno a la poesía redonda, límpida y feliz de mi entrañable amigo Leopoldo Minaya, a cuantos con ese fin se han congregado aquí atentos y cordiales, debo comenzar pidiendo disculpas por cometer la inurbanidad de no ir directo al grano, de no entrar de una buena vez en materia (que es lo que ustedes a no dudarlo esperan y desean), y en lugar de ello resuelvo abrir este conato de deshilvanadas prevenciones estéticas con una suerte de engorroso introito preñado de cautelas no menos enfadosas acerca de las limitaciones insalvables que afectan al pensamiento crítico, acerca de las inevitables restricciones que pesan sobre el análisis teorético de académica estampa que figurándose poder reducir el poema a cifras, números y fórmulas, pretende dar cuenta y razón de la fulguración inatrapable de una voz, de las mágicas resonancias de un musical entramado de palabras ocurriendo a los marchitos recursos de la prosaica glosa, apelando a la estéril y elemental paráfrasis y a la concisa pero perfectamente improcedente definición de diccionario. No es ésta la primera vez -y mucho me temo no será la última- que en tanto que profesional de la crítica literaria, no bien enfrento el desafío de justipreciar las prendas que exornan a un poema glorioso, a un poema cuya recalcitrante belleza señorea y se impone por modo irresistible al alma, como es el caso de la mayoría de los textos incluidos en La hora llena, de repente me siento desvalido, inerme y sobre todo anonadado ante la tarea de apreciación y esclarecimiento que se supone debe el diligente exegeta llevar a cabo; y los conocimientos arduamente adquiridos, las técnicas de abordaje asiduamente practicadas, los sutiles artificios retóricos asimilados y toda la parafernalia de giros de lenguaje, de patrones estilísticos, de acometimientos verbales en que -gajes de la formación universitaria- nos ejercitáramos porque alguna vez supusimos útil repertorio de herramientas para la indagación y desvelamiento de la fugitiva caricia del poema, he aquí que, para nuestro infortunio y desconcierto, se revelan, al punto en que nos aventuramos en los hontanares misteriosos de la vera poesía, infecundos artilugios mentales, osificada batería de engreídas nociones de las que ciertamente podremos servirnos para hablar de muchas cosas tal vez curiosas, quizá atrayentes y sugestivas pero adventicias a la composición, y, por desventura, para mas inri -y en esto es menester insistir-, extrínsecas a su núcleo vital, a su potencial lírico, a aquello que distingue al poema, lo enaltece y lo vuelve espléndido, prodigioso, irremplazable.

Admitámoslo, la crítica al uso, tanto la superficial del periodismo que se contenta con mariposear irresponsable y alegre por entre las estrofas y los versos del poemario, reclamando haber logrado aprehender merced a su precipitada cuanto antojadiza auscultación la más recóndita verdad, el más distintivo y esencial sentido que el escrito trasunta, como aquella otra pesquisa, la que en el extremo opuesto, doctoral y sesuda, se declara científica, y auxiliándose en métodos de naturaleza ostentosamente cuantitativa y exacta desarrolla un maremágnum de enrevesados y tediosos ejercicios de descodificación que inundando el análisis con un océano de irrelevantes detalles perfectamente prescindibles, deja escapar intocada la criatura de luz de la poesía, afanes indagatorios son que, por mucho que se lo propongan y por más que en su heurístico empeño -acaso loable y de fijo bien intencionado- derrochen experiencia, recursos y talento, jamás conseguirán conducir al lector a donde éste en verdad desea llegar: a la playa de finísimas arenas donde el esplendor de la voz poética, flor que nunca languidece, se entrega cálida y rumorosa como la blanca espuma de la ola. Harto que lo sabía Valéry, el espíritu más sutil y perspicaz de la Francia de su época y uno de los autores de indispensable lectura del pasado siglo, quien afirmaba: «Bien podemos contar los pasos de la diosa, anotar la frecuencia y la longitud medias, no por ello descubriremos el secreto de su gracia instantánea».

…Y tal el secreto que el crítico, demasiado cándido o en exceso presuntuoso, se ha empecinado un día sí y otro también en revelar… Escarmentado como estoy, luego de aleccionadoras décadas consagrado al adusto y casi siempre decepcionante ejercicio de la crítica, no puedo menos que llegar a la desazonadora conclusión de que por mucho que las musas le hayan bendecido con sus favores, por mucho que se haya achicharrado las pestañas buscando comprender de qué alquimia gloriosa es fruto el milagroso canto, el minucioso rastreador de primores poéticos al fin y a la postre ha de conformarse -y eso si la fortuna tiene a bien cogerle de la mano- con señalar tan solo dónde aflora la gracia, cuándo la seductora sonrisa de la hermosura se dibuja en los furtivos labios de la trova, dónde la perfección con sus níveos primores convoca y maravilla, y no intentará jamás llevar adelante la espinosa cuanto fatua misión de estrujar razones para explicar lo que no tiene explicación y de vanos esclarecimientos nos dispensa; me refiero, por descontado, al triunfo glorioso de la voz que, igual que el cóndor solitario y espléndido sobre las más altas cumbres, majestuosa, se eleva.

Ahora bien, si en frontal e irrestricta oposición a los miles de perspicaces indagadores que entienden que la crítica brinda la oportunidad de instalar al lector en el mismísimo corazón de lo poético, si en absoluto contraste con dichos prestigiosos colegas tengo yo por cosa averiguada que ninguna labor hermenéutica tiene la menor posibilidad de desentrañar el misterio de la poesía, convengo, en cambio, que una mente cultivada, abierta y rigurosa a la que acompañe una educada sensibilidad estética puede por medio de la comparación y de las maniobras, antes aleatorias que sistemáticas del amoroso escrutinio, fraternizar con el poema, identificarse -milagro de empatía- con su pulsión emocional, calibrar su eficacia expresiva, situar al lector en una perspectiva privilegiada que le facilite su correcta aprehensión y cabal disfrute… Y es a estos modestos objetivos, poco ambiciosos y aún menos llamativos, pero, en canje, alcanzables, que en tanto que empedernido oficiante de la crítica, al abordar a continuación la exquisita producción lírica intitulada La hora llena, procuraré atenerme.  Sin embargo, antes del prometido abordaje, antes de meterme en harina procediendo a la valoración de los poemas de Leopoldo Minaya, habrán de consentir quienes a estas espitantes conjeturas atienden a una postrera digresión:

Reflexionando en torno a la poesía (asunto sobre el que nunca he cesado de cavilar), en página de la que no pienso desdecirme tuve en alguna ocasión el capricho de expresarme del siguiente modo: «La poesía nos enfronta a la belleza, a la definitiva y categórica belleza que la palabra alumbra. Pareja belleza, hija del misterio de la creación, cualquiera que sea el ángulo desde el que se la contemple, es admirable. Y lo admirable no puede sino cautivar abismándonos en el arrobamiento y el asombro. El rapto poético no solicita intérpretes; su nuda manifestación colma y satisface; es siempre plenitud, aquiescencia radiante, inagotable plétora de vida. La experiencia de leer un poema glorioso es de tal virtud e intensidad que a su favor el espíritu humano, abandonando por un instante las lóbregas catacumbas de la convención y la rutina, se eleva hacia una zona de indescriptible transparencia en donde pareciera que, cual música celestial, solo el aleteo de los ángeles nos acuna. El sentimiento que la poesía suscita, cuando hondo y recio, copa por entero el alma y como que limpia el espíritu y lo torna leve y vaporoso».

Empero, ¡mucho cuidado!, estamos hablando de la vera poesía, de la más alta, de la ineludible, de la transmutatoria. Y tal poesía solo puede brotar del intelecto y el corazón de los aedos mayores. Porque una cosa es pergeñar frases de similar o equivalente medida silábica, una cosa es embutir de imágenes y otras figuras de retórica laya el escrito, y otra, enteramente ajena y aún encontrada, verter en el vocablo ese tremor, esa iridiscencia, esa fragancia embrujadora que extrayéndolos de la mera función de comunicación utilitaria a la que el manoseado término se sujeta en su uso convencional y cotidiano, le imprime en el contexto estrófico en el que merced a inopinada permutación verbal ahora hospeda, un valor diferente y único, valor que con el objeto de comprender y disfrutar lo que el poeta dice, obliga al lector a adoptar una postura antagónica a toda utilitaria propensión anímica, le conmina, le fuerza -impulso al que el fruidor maravillado se entrega- a instalarse en ese estado perceptivo excepcional al que no todos los que pasean su mirada por los versos que la página exhibe son capaces de acceder, vivencia privada, intransferible, acaparadora y absorbente que solemos llamar «estado poético». Y puesto que, a tenor de lo que bastantes décadas atrás Valéry formulara, esto es, que la poesía no puede «reducirse a la expresión de un pensamiento, ni, en consecuencia, traducirse a otros términos sin perecer» y que «la trasmisión de un estado poético que compromete a todo el ser sensible es cosa distinta a la trasmisión de una idea», sería ingenuidad de a libra suponer -como dijera cierto autor cuyo nombre no acude ahora a mi recuerdo- que «el sacudimiento íntimo que depara la lectura de encumbradas estrofas, esa envolvente y férvida emoción a la que ninguna fibra de nuestro ser puede permanecer ajena, admita ser trasvasada a las abstractas nociones del razonamiento discursivo. El más pujante y perspicaz intelecto aplicado a desentrañar el enigma de la palabra poética, por mucho que nos favorezca con feraz cosecha de observaciones atinadas, dejará siempre escabullirse lo esencial: la emoción estética que la creación suscita y la visión inefable de unidad, integración y coherencia con la que el símbolo poético gratifica y alienta».

Pero ¿qué es un poeta? Remedando al autor del Cementerio marino, me arriesgaré a definirlo…, escúcheseme bien que esto no es cosa baladí: poeta es el escritor para quien los sonidos del lenguaje tienen la misma, exactamente la misma importancia que el sentido. Y en este punto autoríceseme a citar nuevamente a Valéry, quien sobre dicho tema apuntaba con precisa y filosa agudeza que «El poeta dispone de las palabras muy diferentemente de lo que lo hacen el uso y la necesidad. Sin duda se trata de las mismas palabras, pero en modo alguno de los mismos valores. El no-uso, el no-decir que llueve es lo propio del poeta; y todo lo que afirma, todo lo que demuestra que no habla en prosa, es bueno en él. Las rimas, la inversión, las figuras desarrolladas, las simetrías y las imágenes, todo esto, hallazgos o convenciones, son otros tantos medios de oponerse a la inclinación prosaica del lector -del mismo modo que las famosas «reglas» del arte poético tienen por efecto recordar incesantemente al poeta el universo complejo de ese arte. La imposibilidad de reducir su obra a la prosa, la de decirla o de comprenderla como prosa son condiciones imperiosas de existencia, fuera de las cuales esa obra no tiene poéticamente ningún sentido».  Y porque es poeta, y de los grandes (nació con esa virtud o quizás maldición), Leopoldo Minaya, el autor del peñascoso cuanto perdurable volumen La hora llena sobre el que a seguidas, con la falta de método y sistema que me caracteriza, volcaré sobre estas cuartillas algunos atropellados comentarios, Leopoldo Minaya, decía, como todo bardo de genuina prosapia, cuando henchido de lírico embeleso levanta su palabra hacia las diáfanas latitudes de la poesía, no puede sino cantar…, o, es otra forma de decirlo, nos envuelve y transporta merced al ritmo ora centelleante, ora asordinado de la frase, merced a la sui géneris musicalidad que de súbito irradian los vocablos, merced a ese inopinada espesura sonora que, imponiéndose a los prosaicos modales del discurso utilitario, infunde nuevo y sorprendente sentido a lo expresado, y entonces lo inaudito sucede:

 

-¿Qué impulso de la luz no se detiene

si lo ordena el vacío

de tus ojos?

 

Ante ti, como al soplo me prosterno.

Ante ti, como en vado, me arremango…

Abruptas crepitaciones del carbón…

¡Oh, la piedra que cae más severa!

 

Ya desecho el costado, ¿dónde anda

lo que vi, lo que amé y lo que fuera!

 

¿Qué poeta que ese nombre merezca no ha sido alguna vez llamado a platicar con la muerte? Somos los seres humanos la única criatura que sabemos -para nuestra desdicha- que vamos a morir, que estamos destinados a desaparecer, que nuestra mundanal presencia es efímera y que de manera ineluctable, cuando la señora de la guadaña toque a nuestra puerta todo lo que amamos, todo lo que ambicionamos y admiramos y cosechamos pacientemente en nuestros corazones quedará atrás, irremisiblemente atrás, perdido para siempre, quebradiza súplica que ni el recuerdo ni la añoranza -que se habrán igualmente desvanecido- podrán jamás recuperar.

 

Y por ende, los versos del caliginoso y breve texto que vengo de transcribir, transidos de funeral angustia, cuyo título, Muerte, -no podía ser otro- es ya de por sí anuncio lapidario de irremediable espanto, tales versos hállanse en las antípodas de una mera especulación reflexiva. El bardo no está filosofando. El lenguaje discursivo del que nos servimos todos los hablantes a guisa de simple medio de intercambio de ideas por modo a realizar nuestros propósitos en el ámbito de la cotidianidad, se muestra impotente, absolutamente estéril a la hora de vaciar dicho poema en un discurso distinto del original, incurriendo entonces quien a tan delictiva paráfrasis se entrega en una desleída versión en prosa que interesada en destacar el «contenido» o «fondo» del escrito, se despreocupa por lo que hace al ordenamiento léxico y sintáctico de ese efluvio verbal con el que el autor nos gratifica, desahogo que responde a una poderosa cuanto oscura visión que el muy consciente deseo de generar belleza anima y nutre… Y, por descontado, el valor poético de parejo texto tampoco se fundamenta en el hecho de que la voces empleadas por el poeta pertenezcan a un registro culto, estilizado, impoluto, ajeno al vocabulario llano de la gente de a pie, que no es así…, pues si de algo estoy muy cierto es que salvo el verbo «prosternar» y el adjetivo «abruptas» , el resto de los términos que el vate emplea son de uso habitual y perfectamente comprensibles. Lo que sucede es que, tal y como proclamaba Paul Valéry en párrafo reseñado ut supra, Leopoldo Minaya procede a colocar dichos términos en un orden peculiar que no se ciñe con exclusividad a las pautas gramaticales de la prosa discursiva, orden o disposición que obedeciendo a un agudo sentimiento de armonía sonora y de reiteración rítmica de la frase (clara señal de que es un poeta el que nos interpela), añade al significado primario de las palabras otro matiz, otro aliento, otro sentido que hasta ese instante (el de la lectura del poema) nos era por entero ajeno e ignoto; circunstancia que nada tiene a la postre de extraña ya que estamos ante una afortunada invención del lírico, ante una idiosincrática fabulación que en su esfuerzo denodado por trasvasar a la lengua que hablamos las palpitaciones y centelleos propios del estado poético en el que se encuentra en el momento en el que brotan de los puntos de su pluma las ideas, figuras e imágenes que en su fuero íntimo se agitan y atropellan -pulsiones que hasta entonces carecían de nombre en los predios del idioma castellano-, transfiere semejantes nuevas semánticas connotaciones emotivas propias del susodicho estado poético a las gastadas monedas del idioma. Empero, para lograrlo debe levantar su discurso a un plano que sin agravio a las consabidas normas gramaticales del castellano, toma distancia, nítida y persistente distancia del mero decir comunicativo propio de la conversación común y, en general, de los apegos y propensiones a que es afecta la prosa ordinaria, situando por consiguiente el autor su texto literario en las latitudes transparentes de la poiesis, y facilitándole así al lector que anda a la husma de espiritual disfrute el acceso franco y total al estado de calológica contemplación.

De ahí que acuda el aedo al canto, a los efugios retóricos del ritmo, de la frase de una misma medida que como golpes de inapelable gong reiteran cual ahogado alarido la angustia y el desahucio; de ahí que los endecasílabos que dan cuerpo a dicho poema -pese a que al principio el poeta los segmente y separe- resuenen con fatídico restallar que anuncia sepulcrales albures:

 

Ante ti, como al soplo, me prosterno.

Ante ti, como en vado, me arremango.

Abruptas crepitaciones del carbón…

¡Oh la piedra que cae más severa!

 

Para poder expresar lo que siente, y expresarlo bellamente, que es lo que en realidad se propone, no le queda otro camino al escaldo que vaciar su fardo visionario de emociones, de sacudimientos e inquietudes en un discurso que, a leguas de distancia del enunciado utilitario o funcional, ya no se contrae a referir, a relatar, a describir, sino que encarna y materializa (entre otras cosas por mor de su obsesiva sonoridad) aquello que menciona. Y entonces la muerte deja de aparecer a guisa de abstracto tema sobre el que bordar ideas, para presentársenos en tanto que macabro espectro al que casi podemos ver y palpar, fantasiosa emanación horriblemente sincera de la tribulación, ansiedad y desesperanza que carcomen el alma del poeta de repente encallada en los bajíos tenebrosos de ultratumba. No es igual decir lo que se es que ser lo que se dice. El primero reflexiona, el segundo poetiza. El autor de la breve pieza que estamos a humo de pajas comentando es poeta porque aunque nos habla de la muerte no se constriñe a declarar lo que acerca de ella opina, sino que se revela capaz de hacérnosla sentir desde los hontanares de su propia vivencia; y con ese fin acude a los probados recursos de la versificación, apartándonos del habla prosaica e instalándonos en un privilegiado belvedere desde el que inesperadamente, en admirativo goce, merced a empática identificación nos transformamos en dócil instrumento sensitivo apto para captar todos los destellos e irradiaciones de la fabulación verbal que su mente concibiera y su fantasía modelara.

Ahora bien, va de suyo que el mecanismo del verso, con su pronunciado cariz rítmico que lo particulariza y distingue en tanto que manifestación lingüística exótica ajena al discurso ordinario, tal expediente retórico, no obstante su crucial monta y alcance por lo que toca a la plasmación de una criatura verbal de lírico abolengo, es artificio sonoro que, sin embargo, erraríamos la diana si creyéramos constituye el único recurso expresivo de que se vale el autor del poema que nos ocupa, a cuya ponderación, con la insolvencia propia de quien desconfía de semejante operación exegética, nos hemos abocado. Pues como a nadie que al leer las estrofas de autos y poseedor de un mínimo de sensibilidad artística y recto juicio se le ocultará, los referidos versos nos enfrontan a un planteo de naturaleza dramática. En efecto, he aquí que apelando a los probados cuanto añejos procedimientos de la prosopopeya, el poeta, no bien comienza a explayarse nos coloca ante un turbio escenario en el que se desarrolla el encuentro con la concreta y brutal figura de la muerte. El poema inicia con la pregunta del bardo a la fantasmal aparición:

 

-¿Qué impulso de la luz no se detiene

si lo ordena el vacío de tus ojos?

 

En realidad, no se trata de una pregunta sino de una categórica afirmación, o, más aún, de una invectiva, de un amargo reproche que adopta el atuendo de la interrogación para paradójicamente recalcar por ese elusivo medio la terrorífica verdad a que se alude, a saber, que las tinieblas del sepulcro, cuando la hora es llegada, cuando la parca así lo dictamina, prevalece sin falta sobre el precario gorjeo de la vida… Empero, lo que sería gravoso desatino desatender no es, ténganlo por seguro, el obvio significado de indignada resignación ante lo inevitable, ante la perspectiva de olvido y polvo que la pregunta a la fúnebre interlocutora presagia, sino la manera, llamémosla teatral y vívida, como el poeta nos convoca, o, mejor, nos emplaza a asumir lo que nos dice en tanto que suceso verosímil que ante nuestros ojos en el instante mismo de la lectura transcurre y nos sorprende. Y no es que el aedo se aplique a una minuciosa hipotiposis de la fisonomía de la fúnebre dialogadora con la que platica (lo que posiblemente hubiera restado en intensidad y patetismo lo que habría podido ganar en colorido), que parejo enfoque descriptivo dada la sobriedad implosiva del gesto verbal, concisión que no admite hojarasca en poema de tan resumida traza, no resulta para nada necesario en orden a imponernos con escalofriante nitidez la imagen de la muerte. Le basta al poeta un solo rasgo físico -«el vacío de tus ojos»- para que cobre cuerpo, para que se materialice y encarne la abstracta idea del término fatal. A partir de ahí ya hemos abandonado el firme territorio de los hechos empíricos, el ámbito que convencionalmente denominamos «realidad», para en alas de un sabio cuanto sutil trastrocamiento de los sentidos aventurarnos en la comarca de la fantasía poética, en el plano de los valores de estética índole. Entonces ya no precisa el bardo dibujar el rostro o las facciones de su implacable interlocutora porque la mera circunstancia de que todos los versos de la composición se perfilen en tanto que acerba increpación y tormentosa queja dirigidas a la de los ojos vacíos, brinda más que suficiente razón para que, al modo de espectadores de un dilacerante espectáculo escénico, nos identifiquemos emocionalmente con lo que allí, en el espacio de musicales frases del poema, sucede. Y ahora la muerte se manifiesta no como objetiva personificación, sino que por modo indirecto impone su dominio en la medida en que el poeta reacciona ante ella como lo haría el siervo ante el amo o el impotente esclavo ante el señor soberbio:

Ante ti, como al soplo, me prosterno.

Ante ti, como en vado, me arremango.

 

Y entonces ya no requiere la muerte que la pluma del lírico delinee su estampa, pues más allá de los rasgos con que podamos imaginarla, ella se hace presente como imagen reflejada en el azogue del espejo en la reacción de horror y desencanto del poeta, a quien su fantasmal figura le arranca ardientes versos de sombrío estupor:

 

Abruptas crepitaciones del carbón…

¡Oh la piedra que cae más severa!

 

Para al final, trágico colofón, lanzar al aire el clamor de su queja:

 

Ya deshecho el costado, ¿dónde anda

lo que vi, lo que amé, y lo que fuera!

 

Ciérrase así el poema, derramando por entre los entresijos de los armoniosos endecasílabos las agruras de la lamentación, melancólica despedida de cuanto de preciado, amable y hermoso escapa cuando se trunca la existencia, gimiente protesta que desde la más oscura noche de los tiempos el ser humano ha hecho suya, y que la poesía más perdurable y honda, para gloria y prez de nuestra tradición lirica castellana, ha sabido recoger en memorables elegías, baladas, coplas y sonetos; y, no hace falta decirlo, a esta señalada tradición se suma ahora Leopoldo Minaya enriqueciéndola con la no por lúgubre menos conmovedora composición a que hemos consagrado estos titubeantes escolios.

Claro que, contrastando con la fúnebre tonalidad de la pieza ut supra comentada, copia de poemas de luminosa y a veces risueña factura hallaremos en el volumen La hora llena. Y siempre que no seamos refractarios a la mieles del ritmo verbal y la musicalidad del verso, no será menester aplicar el oído para percatarnos de que el expediente de reiterar frases de similar longitud silábica es el artificio supremo de que se vale Minaya para transformar en canto, esto es, en poesía, lo que de otra forma solo sería tópica divagación. Que -no me cansaré de remacharlo- a diferencia del grueso de los sedicentes poetas del joven gay trinar que, sabrá Dios la razón, parecen haberse puesto de acuerdo para abjurar de las añosas pero siempre eficaces recetas del arte poético clásico que nuestros más prominentes aedos peninsulares e hispanoamericanos jamás dejaron de aplicar, a diferencia, repito, de la hornada de novísimos juglares cuyos maullidos supuestamente originales no cesan de agraviar los oídos de quienes nos hemos formado en la lectura asaz placentera de los más encumbrados porta-liras de nuestra casta y solar, Leopoldo Minaya, epígono devoto y empecinado de los creadores literarios de suprema valía, haciendo caso omiso a los aspavientos de la moda imperante entre la populosa cofradía de los auto-denominados poetas de la modernidad, partidarios de una libertad absoluta en materia expresiva, se acoge, para escándalo de tan estrepitosa congregación, a las pautas, modelos y formas retóricas de probada eficiencia que la luenga tradición poética castellana nos legara para fortuna de quienes todavía son capaces de apreciar lo que es digno de aprecio. Porque en contraposición a la secta de escritores a la que, para mi escozor y contrariedad, me he visto obligado a referirme en los renglones que anteceden, el autor de La hora llena no piensa que imitar a los gigantes de la lírica de todos los tiempos importe desmedro alguno por lo que respecta a ofrecer su propia visión personal, por lo que atañe a imprimir en el poema su idiosincrático y específico talante espiritual… Y llegado a estos arrabales de mi descosido comentario, porque me cae de perlas, traeré una vez más a esta martirizada cuartilla la opinión que sobre el tema que ahora nos distrae expusiera en ensayo que no tiene desperdicio Paul Valéry, la cual reza: «No hay nada más nuevo que la especie de obligación que se impone a los escritores de ser enteramente nuevos. En nuestros días, se necesita una muy grande e intrépida humildad para atreverse a inspirarse en otro.» Y es esa «grande e intrépida humildad» la que, rara avis en este nuestro terruño insular, demuestra poseer Leopoldo Minaya cuando empuña la pluma para que la palabra gastada e incolora del día a día consiga extender sus alas y emprender vuelo hacia la transparente región de la poesía donde, inmaculada y mirífica, hospeda la belleza.

Belleza, sí, no nos avergoncemos de mencionarla; belleza que es una y la misma aunque luzca mil rostros. La pudimos admirar en el poema Muerte volcándose en pétreos y atormentados endecasílabos…, y de repente hela aquí nueva vez en la composición intitulada La puerta, igualmente musical, igualmente atenida la frase a los  caireles acogedores del metro; solo que para la ocasión topamos básicamente con el verso de arte menor en el que junto a otros de aún más breve longitud alternan los de cinco y siete sílabas; de ahí la sensación de ligereza, de grácil correteo, de verbal diafanidad que, sin embargo, contrasta -llamativa paradoja- con un decir que está en el polo opuesto a lo corriente, natural y fácil, un decir en el que la extrañeza, la anomalía, el pasmo, y a fin de cuentas el misterio, esto es, lo incógnito y arcano nos abisma y ofusca. Echémosle un somero vistazo a vuelo de pájaro a dicha pieza:

 

-¿Y si despierto?

¿Y si me inundo

de grácil brillantez

-de ruidosa mudez-

en la redonda noche?

 

¿Si toco a tientas

mis manos

al filo de la luz

-al hilo de la luz-

y no me encuentro?

 

¡Retransfiguración!

                       ¡Retransfiguración!

Dirán: la carne

se hizo verbo

cuando quería ser blanca

madera de los álamos…

 

¡Y ya

no se hable más!

Falsos acordes,

guturales sonidos,

¡callad!

¡Los hilos del a-h-o-r-a

se destrenzan,

los lazos de la h-o-r-a

se destejen…

y ya llevo el silencio

por librea!

 

Noche de los cánticos azules,

¡oh noche de los cánticos azules,

voy vistiendo el silencio

por librea!

 

¿De qué nos está hablando el poeta? Faena nada hacedera averiguarlo… Empero, lo que a poco la lectura de parejas estrofas nos trasmite es la sensación radiante y esperanzada de que un suceso inusitado y fabuloso se está manifestando o esta a punto de ocurrir; un acaecimiento que hasta al mismo sujeto que lo vive embarga de asombro ante lo inesperado de tamaño prodigio. Y es esa perturbadora y a la vez deleitosa impresión de maravilla la que en términos emocionales colora con matices de sonriente pasmo cada un verso del poema de autos… Sin embargo, una más acuciosa y detenida lectura nos pone en el camino correcto que conduce a la intelección de la experiencia insólita a la que el bardo apunta; pues lo que tales estrofas traen a cuento, o así me lo parece, es la vivencia de una estremecedora metamorfosis. Que dicha trasmutación sea verídica y haya hincado sus garras en la carne anhelante del cantor o se revele simple producto de la fantasía, espasmo del ensueño, es lo de menos, ya que el efecto de febril y milagroso aturdimiento que semejante circunstancia horra de precedentes implicara quedó para siempre fijada en las seductoras sinuosidades del discurso poético. Minaya, o, mejor, su alter ego lírico, al que de pronto la ventolera de la estupefacción remueve las ansias, frente a lo extraordinario de la sensación que en ese instante le aparta de la ordinaria realidad, todavía dubitativo aun cuando anheloso de que esa apetecible transformación quimérica y admirable se produzca, a sí propio, con la ilusión reverdecida, se interroga:

 

-¿Y si despierto?

¿Y si me inundo

de grácil brillantez

-de ruidosa mudez-

en la redonda noche?

¿Si toco a tientas

mis manos

al filo de la luz

-al hilo de la luz-

y no me encuentro?

 

Lo que el aedo nos relata es la aventura del despertar. Porque los seres humanos solemos estar permanentemente dormidos; dormidos en la rutina cotidiana de ojos abiertos que denominamos «realidad». Renegamos del sueño tildándolo de especiosa fabulación del inconsciente; abjuramos del mito y la leyenda acusándolos de falaz impostura de la imaginación; repudiamos por innominadas y oscuras cuantas pulsiones nos convidan a visionarios vagabundeos conceptuales… Pero entonces, en aquellas escasas y escogidas criaturas que han sido apodadas poetas, durante ciertos milagrosos instantes de inopinada iluminación, de emocional sapiencia, la verdad de la espiritual condición humana irrumpe a modo del rayo de sol que cual ladrón sigiloso penetra por la rendija de la ventana cerrada e invade y disuelve la penumbra de la polvorienta habitación, y es la ocasión en que desperezándose atina a contemplar el bardo con los ojos volteados hacia la carne y el tuétano la presentida certidumbre de su aseidad. No es otra la razón de que el sujeto verbal que nos interpela en el poema La puerta se adivine inundado de «grácil brillantez», se descubra conformado de «ruidosa mudez en la redonda noche», y, sobre todo, desaparezca en tanto que carnal presencia porque al tocarse las manos a tientas al filo de la luz ya no se encuentra. La transfiguración se ha consumado. Su opacidad corporal, su material figura helas aquí convertidas en palabras, en las resplandecientes y cantarinas frases de la trova. Pero no se conforma el vate con pareja metamorfosis por muy drástica y contundente que pueda esta parecernos. Y es que el verbo, no importa su airosa levedad, no le basta cuando a lo que en verdad aspira es a «ser blanca madera de los álamos», verbi gracia, a no juzgar el lector de otra manera y siempre que no vaya desatinado en mi intento de comprensión de tan enigmáticas estrofas, para Leopoldo Minaya, anhelante de místico connubio con el universo (simbolizado en la blanca madera de los álamos) hasta las modulaciones más armoniosos del canto resultarán insuficientes; de ahí que irritado exclame:

 

¡Y ya  no se hable más!

Falsos acordes,

guturales sonidos,

¡callad!

 

Como sucede con quien ha sido flechado con la contemplación del todo, del único, de lo innombrable, los vocablos de la lengua -incluso los de la poesía- muéstranse indigentes e incapaces de comunicar tan inefable experiencia. Sólo el silencio, ese abismal silencio de la noche al que aluden los místicos, tiene la facultad de decir lo que la mustia finitud de la palabra de manera invariable hará desdeñosa a un lado. Por ello los versos postreros del meduloso poema que nos distrae se nos presentan a modo de epifanía, de exaltado encuentro con la verdad última que el silencio proclama:

 

 Noche de los cánticos azules,

¡oh, noche de los cánticos azules,

voy vistiendo el silencio

por librea!

 

El poeta sabe harto bien que el silencio es la sagrada voz del infinito con el que en el pródigo instante de la visión creadora se identifica él, al extremo de arriesgarse a perder su fragmentaria y efímera fisionomía de criatura encerrada en la mazmorra de la carne y la piel. Sin embargo, como por definición el silencio no puede hablar, para que al menos su singular mudez como cálido soplo roce nuestra nuca, debe el cantor prestarle sus palabras, único recurso con que cuenta para plasmar -contradictoria incongruencia- el extático lance anímico que sin quererlo ni buscarlo repentinamente le avasallara.

Y surge el poema La puerta, a cuyo fascinador oleaje compuesto de rítmicas estrofas sobre las que nos deslizamos admirados y absortos no podremos sino entregarnos, deslumbrados, sobrecogidos, por el  trastocador destello del enigma.

Mas, si el vate nos impone su visionario cuadro, si nos lo vuelve entrañablemente estremecedor y verosímil,  es gracias al canto, merced a las añosas pautas de la versificación tradicional que él maneja con suprema destreza. Ninguna prosa, por substanciosa y estilísticamente levantada que se nos ocurra imaginar, sería capaz de traducir el núcleo sapiencial y emotivo que el poema atesora, ni mucho menos embelesarnos, entusiasmarnos, maravillarnos, como lo consiguen esas musicales frases de arte menor sobre las que han recaído, para infortunio de cuantos me escuchan, estos demasiado paticortos comentarios.

Ahora bien, Leopoldo Minaya está hasta tal punto cierto, hasta tal extremo persuadido de que al acomodar la corriente de su canto a los más tradicionales y consagrados moldes métricos de la lírica castellana su decir no pierde ni un gramo siquiera de originalidad, que no contento con amoldar el sesgo personal de su voz al cauce rítmico musical del verso de clásica y añeja raigambre -sea éste de arte mayor o menor-, no satisfecho, señalaba, con adoptar por empática inclinación personal el linajudo estuche de la frase medida y regular de la que la caudalosa mayoría de los poetas contemporáneos abomina, no le tiembla el pulso a la hora de ajustar las crepitaciones de su expresión poética a la hoy tan negligida cuando no denigrada forma del soneto… Y es que aunque acaso no lo haya oído mencionar ni leído una sola línea de sus libros, nuestro intuitivo aedo si de algo se ha percatado es de la verdad que alientan las palabras del eximio teórico de la literatura y esteta italiano Luigi Pareyson cuando sentencia: «el artista ve en el modelo su modelo y no cesa de crear según su estilo incluso cuando continúa la obra precedente. La posibilidad de ser innovador y continuador al mismo tiempo corresponde, pues, a la congenialidad, gracias a la cual uno puede asemejarse a los otros siendo sin embargo él mismo, y ser él mismo pareciéndose a los otros.»

Para el caso que nos ocupa, congenialidad, hasta donde me lo permite captar la medianía de mi ingenio, es confraternidad espiritual, similitud de sentimiento y vibración afectiva; de ahí que los sedicentes líricos que a la sazón nos importunan con sus desentonados cacareos se muestren incapaces de producir obras afianzadas en las normas a que han respondido las más valiosas creaciones poéticas de nuestra opima tradición literaria…, porque no las conocen, porque nunca se han familiarizado -como sí lo ha hecho Leopoldo Minaya- con los ejemplares maestros de la palabra; y como para que se dé la referida congenialidad es preciso primero que nada haberse entregado a la lectura de lo que los bardos más insignes escribieran, de manera a percibir la cercanía espiritual y expresiva con éste o con aquél de los autores inspeccionados, hubiera sido irrisoria inocentada suponer que quienes se han despreocupado olímpicamente de lo que en materia expresiva aportaran nuestros más conspicuos porta liras, se consagrasen a imitar con fervor sus usos lingüísticos y patrones formales, que por serles por entero desconocidos y ajenos, se apresuran -gajes de la jactanciosa ignorancia- a desechar.

Leopoldo Minaya sabe demasiado bien que al encajar con firmeza los troncones de su canto en la hospitalaria tierra de la tradición, lejos de sentirse maniatado, lejos de sentirse cautivo de fórmulas osificadas, se está abriendo franco camino hacia los pagos de esa tan solicitada y ciertamente imprescindible originalidad. Pues, como en términos claros y categóricos manifestaba el antes citado Luigi Pareyson: «Hay que darse cuenta de que la tradición no es una bola de plomo  a los pies, una rémora al libre camino del arte, una prisión que nos corte las alas, sino herencia que hay que conservar, legado del que hay que ser merecedor, patrimonio que hay que hacer rentar, perfección de la que hay que ser digno y compromiso que hay que mantener». Y semejantes apego y solicitud para con los modelos magnos de la tradición son los que mueven al autor de La hora llena a adoptar, en total contraposición a la moda poética imperante, la artificiosamente concentrada cuanto perdurable estructura del soneto:

 

HUMO HUMANIDAD

 

Hablo del humo y hablo de lo humano,

hablando, en cada caso, por lo mismo:

la relación del pez sobre el abismo

se implica en la ecuación, si das la mano.

 

Va de Intento: Timón cavó la gruta,

pues Pluto pereció, y fue humillado…

¿No es a Pluto a quien buscan en tu prado?

Y perder a un amigo, ¿no te enluta?

 

Al cabo del vaivén nada es eterno…

¿Y podremos decirlo los poetas

o decirlo el pintor con su paleta?

 

No todo es material, algo es eterno,

espíritu-espiral, voluta-criba

desmembramiento humano que trasciende

siendo humo (no pesa y se comprende

su vocación de andarse siempre arriba)

 

Demuestra Leopoldo Minaya en este soneto de irregular factura (culmina en una estrofa con estrambote de cinco versos y no de tres como lo demanda el protocolo clásico), que es perfectamente capaz de infundir un aire fresco de muy actual jaez a la antañona horma renacentista; en endecasílabos perfectos de rima consonante, desarrollando una filosófica comparación entre el ser humano y el humo, (analogía que en cierto modo fundamenta la similar sonoridad entre humo y humano, la cual, a su vez, remite de juro a la idea de lo efímero y vaporoso de la adánica progenie), explayándose, pues, en torno a dicha temática, el autor del soneto de marras no se priva de adoptar una sutil perspectiva irónica que la referencia erudita a Timón, el pensador y poeta escéptico y a Pluto, la personificación de la riqueza material, ponen de resalto por obra del brusco contraste entre ambas figuras -una histórica y mítica la otra- con el contexto coloquial y exento de vocablos de docto cariz de dicha pieza lírica; irónico talante el de los versos que ahora nos distraen que el afortunado cuanto convincente paralelo entre lo humano y el humo, paralelo que se retoma en la estrofa final, patentiza por modo ostensible…; pues advierto en esos postreros versos, amén de la felicidad de haber encontrado su autor una estrecha y por decirlo así manifiesta relación ontológica entre el humo y lo humano, entre la similitud fonética de ambas voces y el significado de rápida disolución a la que las dos expresiones aluden, la burlona idea de que la propensión de los hombres a no aceptar el término fatal de la extinción y a procurar perdurar así sea bajo otro aspecto y condición, tiene que ver con el hecho de que, dada su peculiar naturaleza de criatura no solo material, no le queda otro remedio que trascender, quiero decir, elevarse al igual que el humo que porque no pesa «se comprende/su vocación de andarse siempre arriba».

Ahora bien, lo que nos interesaba destacar al traer a colación el agudo soneto de autos era, antes que comprobar su eficacia artística y el talento creador de quien lo concibiera, hacer ver que para Leopoldo Minaya transitar por los predios de las más exigentes convenciones poéticas -y nada más convencional y artificioso que el molde del soneto-, asumir, insisto, como propias, necesarias y útiles las normas por las que se ha regido desde sus inicios la poesía escrita en nuestra vernácula lengua castellana, no ha representado nunca arduo esfuerzo ni mucho menos extravagante empeño de distinguirse mediante una arqueológica demostración de habilidad versificadora. Que si Minaya recurre una y otra vez a los veneros de la tradición no es por hacer alarde de pericia técnica ni para presumir de conocedor de las añosas reglas a que se sometían los encumbrados bardos de siglos anteriores, sino porque para él las supuestas restricciones a que conminan la frase de uniforme medida silábica, las analogías sonoras y de sentido de la rima y, en general, los variados protocolos fonéticos y gramaticales que impone la búsqueda verbal de armonía y belleza, lejos de constituir opresivas cadenas que ahogan el soplo de la inspiración, se revelan desafiantes sujeciones, estimuladoras dificultades que en lugar de frenar u obstaculizar el aliento creativo, impulsan y dirigen por imprevistas y fascinantes sendas su poético numen.   Porque poeta de la cabeza hasta los pies, a Leopoldo Minaya nadie ha tenido que explicarle lo benéfico del comercio con los requerimientos retóricos de la tradición poética española e hispanoamericana, que con la sola brújula de su exquisita sensibilidad y perspicuidad intuitiva él harto que habría refrendado las palabras de Luigi Pareyson cuando por este modo se manifestaba: «(…) una forma métrica influye en la misma inspiración y, aunque dando pie a una serie de ociosos «divertimentos» y de habilísimos malabarismo, estimula y dirige la creatividad artística, facilitándole motivos y pretextos a través de la infinita y distinta variedad de sus posibilidades, guiando al artista a la perfección por la exigencia de una severísima y rígida disciplina y un rigor inflexible y necesario».

E igualmente compartiría el autor de La hora llena, porque tal ha sido siempre su vivencial convicción, su más indeleble credo, los conceptos del precitado esteta cuando asienta: «sería bien pobre la inspiración que sintiese como constrictivos, no digo los preceptos impuestos por una tradición jamás aceptada, sino todo tipo de reglas, y que, incapaz de disciplina, exigiese la más desenfrenada libertad; y bien débil la voz que, para hacerse oír, temiese mezclarse con la de otros; y poco firme la obra que, para alcanzar su individualidad, pidiese ser única en su género y detestase todo parentesco o afinidad».

Basta. Demasiado me he extendido…, y demasiado me queda por decir acerca de la poesía subyugante de Leopoldo Minaya. Sin embargo, quien haya atendido a las razones hasta ahora expuestas, ya que no podrá hacerse un juicio cabal acerca de las innumerables felicidades que alienta la voz de nuestro dominicano aedo, habida cuenta de que en un somero acercamiento ponderativo de la naturaleza meramente introductoria a que ha debido contraerse este conato de valoración, jamás podría cálamo alguno sacar a relucir las populosas bondades de sus poemas, quien, reitero, haya prestado oídos a las insuficientes apreciaciones aquí vertidas, con toda seguridad querrá conocer más en profundidad el quehacer lírico de nuestro injustamente ignorado compatriota. Y esa será su tarea… Por lo que a mí respecta, con el tiempo atándome corto, forzado estoy a poner punto final a mis deshilachadas digresiones. Empero, sería imperdonable distracción dar cierre a estos comentarios -acaso prescindibles- omitiendo exponer un par de consideraciones sobre el que entiendo es el más logrado texto del poemario de Minaya; me refiero a la composición intitulada El último regreso, poema que merece figurar en sitial de honor en las más selectas antologías de la poesía en lengua española. Y esto que acabo de declarar no es hiperbólica loa motivada por la fraternal amistad que me une al poeta. Una simple lectura dará razón de mi entusiasta encomio. Comprobémoslo:

 

-Madre, no quisiera

que me hundan en la tierra cuando muera,

ni que tapien mi cuerpo en oscuros pabellones,

ni que esparzan al viento mis cenizas,

ni me arrojen al mar por la cubierta.

 

No vengo de la tierra,

no soy del polvo… y en polvo…

¿por qué he de convertirme?

No vengo del granito ni del mármol inhóspito

ni del concreto seco;

no provengo del mar ni de la pira.

Vengo de ti,

de la blanda carne maternal,

de la sangre amorosa y de tu llanto.

 

Vengo de tu inquietud,

de tus angustias,

de la inseguridad segura de tus días,

vengo de la verdad de tu existencia.

 

Ay, madre, qué será de mí

cuando ya no pueda

sostenerme en pie

ni atrapar con mis ojos el amplio derredor,

cuando todo oscurezca de repente

y ya no sienta ni el frío que me invade.

 

Aléjame la ropa y la madera,

regrésame al origen y al silencio,

regrésame a tu vientre ya dormido,

con tus manos consuma mi esperanza,

y desnudo, pequeño e indefenso…

reclámame, recógeme y desnáceme.

 

Anémica y parva se declara la circunspecta apreciación, incompetente y torpe la exégesis de más rigurosa lucidez, ante estrofas de temple tan entrañablemente perturbador, ante un decir saturado de angustiosa ternura, de implacable y redentora súplica como el que trasuntan los versos, terribles en su atormentado reclamo existencial, con que el bardo amorosamente nos fustiga. Confieso que ante un apasionado estallido de belleza verbal de la guisa del que vengo de transcribir líneas atrás, a duras penas consigo decantar el espíritu para obligarme, atónito y tartamudeante, a ensayar un puñado de bien intencionadas cuanto insolventes opiniones en torno a la pieza lírica de excepcional perfección, de desconcertante vibración emocional que aquí y ahora con su esplendor de lucero nos desafía… De hecho es de tal intensidad la impresión que el poema suscita que a cualquier espíritu que ande en tratos con los primores de la expresión artística lo último se le ocurriría no bien deslice la mirada sobre las estremecedoras estrofas que nos ocupan será acudir, en aras de su intelección y goce, a las desleídas observaciones del ceñudo profesional de la crítica. Así que, para no incurrir este servidor en el punible desacato que suele perpetrar semejante ralea de comentaristas, opinantes que a textos líricos como el más arriba reproducido, en lugar de esclarecer el por qué de su porfiado poder de seducción la emprenden arriesgándose a agraviarlos con extemporáneas y perfectamente excusables disquisiciones…, para evitar parejo desafuero, me circunscribiré a registrar a vuela pluma dos o tres notas que si las apariencias no me engañan contribuyen en no corta medida a generar el hechizo, el embrujo con el que el referido poema nos sacude.

Y lo primero que cabe establecer a guisa de poderoso acierto estilístico es el enfoque de directa y permanente interpelación a la madre, que nos sitúa a nosotros, los lectores, en tanto que privilegiados escuchas de un arguyente que desde su filial condición exhorta, implora y ruega; o sea, que al adoptar el poema el tono confesional del hijo que en la abrupta franqueza de un íntimo coloquio, en lenguaje impetuoso que arde y escuece, solicita a la que le engendró le devuelva a su vientre salutífero del que un día luminoso y aciago emergiera, al acogerse, remacho, a dicho punto de vista discursivo (tratamiento verbal que convierte a la madre en el objeto único de su reclamo pues que dirige a ella toda la musical metralla de su canto), al asumir pareja perspectiva, nos coloca a nosotros sus lectores, como pocas líneas antes señalara, en la situación de asistentes a una conmovedora representación que en principio, dado su privado y familiar carácter, no nos estaba destinada, abordaje expositivo que acrecienta considerablemente el efecto dramático de dicha composición.

Ahora bien, si lo expuesto en el párrafo que antecede tiene -así me lo figuro- bastante más que trazas de dar en el blanco, es materia de envidia la manera como consigue el poeta articular en una armoniosa y sólida estructura las diversas secciones de su poema. Tan sabio acoplamiento estrófico, del que a seguidas anotaremos a punto largo una que otra estética retribución, es a no dudarlo una de las más contundentes razones que explican la casi insoportable belleza de la pieza lírica intitulada El último regreso sobre la que -acaso de manera festinada- hemos insistido en volcar nuestra atención. Y es por este modo que el aedo combina cada conjunto unitario de versos: de entrada, en la estrofa inicial, nos dice, o, para ser más exactos, dice a la madre lo que no quiere que hagan con él cuando muera; en la siguiente, aclara el por qué se niega de tan rotunda guisa a transformarse en polvo, y es que por no haber surgido de la tierra no pertenece a ella; en las dos breves estrofas con las que da continuidad al hilo de su poética reflexión, confiesa con estremecedoras palabras permeadas de angustiosa ternura que su genuina procedencia es la carnal y humana que solo ella, la madre, representa; para luego, en el penúltimo manojo de versos, plañir luctuoso y amargado anticipando el fatal desenlace, el preciso e ineluctable instante de su física desaparición; y en la postrera estrofa, a manera de categórico rechazo de semejante disolución material, en seis imperativos versos cada uno más impactante que el otro, el alter ego lírico de Leopoldo Minaya, con desesperado ademán elocutivo, pide a la madre que lo regrese «al origen y al silencio» que «desnudo, pequeño e indefenso» con sus manos amorosas de madre lo reclame, lo recoja y lo desnazca… Imposible eslabonar con mayor congruencia y sentido del crescendo los distintos segmentos de tan memorable efusión lírica. Armonioso desahogo cuya expansiva vehemencia y pasional rebosamiento culmina en ese admirable verso: «reclámame, recógeme y desnáceme».

Y por si fuera poco lo hasta aquí referido con el propósito, probablemente destinado al fracaso, de mostrar algunos de los expedientes poéticos de que se valió nuestro bardo criollo para levantar el deslumbrante torreón de su poema, puesto a buscar me avengo a considerar -y éste será, lo prometo, el último de mis abordajes exegéticos- que la magistral polimetría a que Minaya acude en dicha pieza lírica es sin discusión un fundamental elemento expresivo que, al enriquecer e infundir variedad sonora y rítmica a la composición que nos distrae, contribuye en medida para nada baladí al encantamiento, al deslumbramiento que en buena parte merced a su seductora musicalidad dicho poema suscita. En efecto, entreverando frases de muy diversa longitud silábica -versos de cinco, seis, siete, once y catorce sílabas métricas- acierta el cantor a plasmar una corriente verbal, un flujo discursivo en el que sonido y sentido indisolublemente maridados segregan en su arrollador avance la enigmática luz de la belleza.

Concluyamos. Un poeta capaz de expresarse con la altura, hondura y abismática diafanidad que ha alcanzado Leopoldo Minaya en su libro La hora llena, basta para que sea entronizado, en ello va nuestro crédito, entre los porta lira dominicanos de la plana mayor. Si no me pago de apariencias, el hecho de que su obra de sin par originalidad y nobleza siga siendo desconocida de los lectores de nuestro terruño insular, cuando debiera figurar en palco de honor en el ámbito del quehacer literario no ya de nuestro país sino del conjunto de las naciones de lengua española, habla muy mal de lo que somos. Semejante menosprecio a la labor creadora de un poeta de la talla de éste que honra nuestras letras vernáculas, es inadmisible. ¡Buenos estaríamos si aceptáramos tal cosa! De modo que yo, su servidor y amigo que les he abrumado con esta aburrida disertación desde la amable tribuna que se me facilitara, continuaré sin que se entibie mi celo en reparar por cuantos medios tenga a mano la flagrante desatención en que, hasta el presente, en desmedro de nuestra cultura, ha pesado sobre uno de nuestro más encumbrados aedos, quien, por si fuera poco, a su talento de escritor une algo que escasea más que muela de gallina en el mundillo intelectual y artístico criollo: humildad, bondad, generosidad y espiritual exquisitez.

La lírica sufí de Halal Ud-din

Por Bruno Rosario Candelier

 

El amor ha escalado la montaña sagrada

Lo que buscas te está buscando a ti”.

 (Halal Ud-din Rumi)

 

A

Clara Janés,

Cultora de la sabiduría oriental.

La intuición mística del Sufismo

 

En todas las lenguas y culturas hay iluminados, místicos, teopoetas y santos que ilustran con su pensamiento, su conducta y su creación una forma trascendente de vida mediante una obra luminosa y ejemplar.

Halal Ud-din Rumi fue, para la antigua cultura persa, una singular expresión de una luz inmersa en la sombra. Ese eminente poeta místico intuyó que hay un conocimiento secreto cuya plena comprensión requiere la luz de lo Alto. De ahí la necesidad humana del aliento divino.

En los días existenciales del poeta y místico persa Halal Ud-din Rumi (1207-1273) se hicieron famosos los contemplativos sufíes, las decoradas estampas y los derviches giróvagos. Entonces el pueblo mitificaba a los espirituales “vestidos de lana”, las alfombras mágicas y los danzantes derviches que con sus bailes inducían la experiencia mística.

La región de la antigua Persia y sus zonas aledañas eran rutas de tránsito antes del descubrimiento de América, lo que puso en contacto a los lejanos pueblos de Oriente y Occidente. En Irán, Irak, Arabia y los demás países árabes se gestó una cultura de antiquísimas raíces que impregnaron su religión, su arte, su ciencia y su literatura de una singular visión espiritual. La cultura árabe no es homogénea, aunque tiene un sustrato común. Se formó con la integración de culturas de otros pueblos, como ha acontecido con casi todas las culturas conocidas. En la lingüística, por ejemplo, la irania es una rama de las lenguas de la familia indoeuropea. Irán e Irak eran la antigua Mesopotamia, y allí florecieron Nínive y Babilonia, de resonancia bíblica en los textos del antiguo Testamento, así como la mención de Ur, considerada la ciudad poblada más antigua del mundo, cuna del patriarca Abraham y de antiguas leyendas.

Ante las creaciones líricas de los pueblos árabes podríamos apreciar la parte creativa más sensible y luminosa de su tradición espiritual, como ha sido el Sufismo, la expresión mística de los contemplativos musulmanes.

La mística del Sufismo, que influyó en místicos cristianos y judíos, como san Francisco de Asís y Abraham Maimónides, era la orientación espiritual que cultivó el contemplativo persa Hallaludin Rumi, uno de los grandes poetas místicos de la antigua literatura árabe. La lírica de ese afamado poeta persa (Halal Ud-din, Yalal ud-Din o Yalaludin Rumi) es una exquisita expresión estética y espiritual del Sufismo, concepción mística de la espiritualidad árabe.

La mística sufí cobró fuerza a partir del siglo IX con los ascetas y hombres piadosos del cercano Oriente. La palabra sufí, que significa ‘vestido de lana’, tiene su origen en la vestimenta de lana que el ángel Gabriel, según la tradición bíblica, trajo del Paraíso para vestir a Set, que se había consagrado al servicio divino (1). También se dice que los antiguos anacoretas estaban “vestidos de lana”, razón por la cual se les llama sufí a los contemplativos musulmanes de los pueblos árabes.

En la cultura islámica el vocablo sufí se usa para designar a quien se consagra a la búsqueda de lo divino. La búsqueda espiritual de los sufíes produjo el Sufismo, corriente mística que alude a las creaciones filosóficas, estéticas y espirituales inspiradas en la religión y la cultura de los pueblos árabes, donde el hombre vestido de lana se dedica al servicio divino. Con lana se vestían los antiguos místicos musulmanes, quienes imitaban a los anacoretas y monjes cristianos, que usaban una “túnica de lana” como penitencia; por eso el vocablo sufí identifica a los místicos del Islam.

El Sufismo se inspira en la revelación divina, que el contemplativo vive en su experiencia espiritual cuando procura la unión con la Divinidad. En la mística del Sufismo el vocablo camino, que en árabe se dice tariqa, es parte de su concepción espiritual y ello se debe a que el pueblo árabe, nómada en principio, debía hallar el camino que lo condujera al derrotero de su meta, que desemboca en Dios, por lo cual el creyente ha de hallar el camino que lo conduzca a la Realidad Superior, pues a cada uno se le tiene reservado la ruta de su destino. Un Maestro espiritual conduce al neófito en su camino hacia Dios. En tal sentido es pertinente citar la sentencia de Rabi‘al ‘Adawiyya: “El fruto de la ciencia espiritual es apartar tu rostro de la criatura para girarlo hacia el Creador,  pues la verdadera “ciencia” es el conocimiento de Dios” (2).

En mi libro La pasión inmortal: De la vivencia estética a la experiencia extática, escribí el planteamiento siguiente: “Con su actividad espiritual, los sufíes viven intensamente la experiencia interior de la Trascendencia. Se nutren del Cristianismo y de antiguas corrientes espirituales egipcias, persas e hindúes para estimular y sentir la experiencia de la contemplación y la sabiduría divina. Místicos de la talla de Al Hallay (s. X), Al Gazali (s. XI), Omar Ibn Al’Farid (s. XII), Ibn ‘Arabí (s. XIII), Halal Ud-din Rumi (s. XIII) y Mahmud Sabastari (s. XIV) desarrollaron un alto nivel de espiritualidad en la mística sufí. Esos contemplativos, en su camino para alcanzar la unión transformante, se consagran al servicio de Dios, renunciando a apegos materiales, intereses transitorios y pasiones disminuyentes. Ibn ‘Arabi afirmaba que el hombre hereda una sabiduría milenaria que alcanza los 40,000 años y que nosotros podemos aprovecharla mediante la experiencia mística. Esa intuición del místico de Murcia sería confirmada por la psicología de Carl Jung en su idea del “inconsciente colectivo”, que otros estudiosos modernos llaman “memoria cósmica”. Es una conciencia colectiva a la que se puede acceder por intuición y revelación, según el pensador hispano-árabe” (3).

El lenguaje poético de los sufíes acuñó una simbología secreta para la comprensión de la experiencia mística, como el pájaro solitario, los castillos interiores, el vino de la viña, pues según explicara la arabista puertorriqueña Luce López-Baralt, “las claves secretas de la mística sufí constituyen un lenguaje hermético que comparten poetas sufíes y cristianos, como el místico persa Halal Ud-din Rumi y el místico español san Juan de la Cruz” (4).

Por supuesto, el camino de la espiritualidad no está exento de peligros y dificultades. Los proyectos de vida, de creación y planes operativos, tropiezan con la caprichosa oposición de una adversidad. Y a veces hay que posponer o cancelar lo proyectado. Pero mediante una firme voluntad, un ideal de vida y un entusiasmo vigoroso, se puede superar en forma lo que el corazón anhela. Aun así, todo lo que ocurre, hasta inesperados eventos como la reciente afección pandémica del coronavirus, sucede contra toda esperanza. El místico persa Halal Ud-din Rumi enseñaba que hay que vivir conforme el fluir de las cosas, y ponía en el corazón, una metáfora oriental de la intuición, el cauce indicador para tener una vida con sentido.

 

La lírica teopoética al modo persa

    En todas las lenguas, naciones y culturas hay una concepción de la Divinidad en virtud de una inveterada inclinación de la condición humana que responde a una profunda apelación de la conciencia. Y fruto de esa necesidad interior nace la espiritualidad religiosa y mística.

Si asumimos que el mundo es una creación divina, como en efecto lo es, la realidad natural es sagrada. Y si nuestra creación es producto de una inspiración de lo viviente o de una revelación de lo Alto, entonces ese origen divino es trascendente, sagrado y puro. Sumados amor, sacralidad y creación, signo es del vínculo inexorable con lo Eterno.

El misterio peculiar de la experiencia mística ha dado lugar a los ‘dislates’ a que aluden los estudiosos del Misticismo (como el “rayo de tiniebla” de Pseudo Dionisio Areopagita, el “sol a medianoche” de Halal Ud-din Rumi o la “soledad sonora” de san Juan de la Cruz) que inspiraron a los contemplativos a crear recursos especiales con los cuales expresan el fuero de la experiencia mística y el arte de la lírica teopoética.

Mediante la vivencia de la contemplación y la experiencia de lo sagrado, el místico se integra al mundo mediante una identificación intelectual, afectiva, imaginativa y espiritual con lo contemplado y, en el centro de esa coparticipación entrañable, tiene una práctica del amor divino que es su manera de sentir y vivir una cuota de eternidad. Desde la vivencia sensorial de los sentidos se abre al cauce de lo Eterno en una amorosa compenetración emocional y espiritual con el alma de las cosas para experimentar el aliento de lo sobrenatural bajo el aletazo del Misterio. De esa manera, los espirituales viven místicamente el mundo.

La experiencia mística es difícil de comunicarla lingüísticamente por su condición inefable en razón del misterio que encierra su carácter enigmático, cerrado y oculto, que es precisamente lo que significa la palabra mística, que viene del griego miein [miein], que significa ‘hablar con la boca cerrada’, ‘expresar en secreto’, ‘callar lo vivido’. Pues bien, sentir el mundo como un misterio es vivirlo y disfrutarlo como lo viven los místicos, los iluminados y los santos, o como lo entendían los antiguos griegos, que lo sentían como una expresión viva y genuina de la Divinidad, o como lo sentían los antiguos monjes orientales, que percibían sensaciones de las cosas bajo una especial embriaguez de los sentidos, o como lo sentían antiguos chamanes, que vivían conectados al fluir de la naturaleza. Para vivir místicamente el mundo hay que tener una empatía con lo sagrado y experimentar una comunión espiritual con la Divinidad.

Halal Ud-din Rumi, reconocido como el más consumado poeta místico sufí por su sabiduría espiritual, en su libro Versos de vida interior revela enseñanzas de profundos significados mediante imágenes poéticas, como este dístico alegórico dicho en términos comparativos: “Ata dos pájaros uno con otro./No podrán volar, aun cuando ahora tengan cuatro alas”.

Los antiguos sufíes transmitían, en poemas y narraciones, una orientación espiritual que enaltecía la tradición de los Maestros que orientaban a sus discípulos. Y tenían una lírica impregnada de una visión espiritual del mundo. Uno de los ejemplos más luminosos lo ofrecen los poemas de Halal Ud-din Rumi, como estos amorosos versos de inspiración divina (5):

 

Feliz momento aquel

 en que nos sentamos en el palacio,

 tú y yo.

 

Los colores y las luces de la alameda

 y la voz de los pájaros

 otorgan la inmortalidad cuando penetramos

 en el jardín,

 tú y yo.

 

 Las estrellas del cielo vendrán a contemplarnos,

y nosotros se las mostraremos

a la misma luna,

tú y yo.

 

 Y nos fundiremos en el éxtasis,

 y no seremos más seres individuales,

 jubilosos y a puerto seguro

 del necio lenguaje humano,

 tú y yo.

 

 Todos los pájaros de brillante pluma

 del cielo se morderán de envidia el corazón,

 en el lugar donde reiremos,

 tú y yo.

 

 He aquí la mayor de las maravillas,

 que sentados aquí, en el mismo escondrijo,

 vivimos al mismo tiempo en Irak

 y en Khorasán,

tú y yo.

 

   Cada forma de lo viviente es hermosa, sugerente y luminosa porque se acopla al fluir armonioso de la naturaleza, donde todo se enlaza al Todo. Así lo entienden los sufíes cuando enseñan que su corazón es capaz de cualquier forma gracias al amor que vivifica, embriaga y embellece.

La más alta poesía expresa la intuición que asume la dimensión sagrada del mundo como la manifestación teofánica de la Divinidad. Con razón Clara Janés consignó: “La cumbre de la poesía sufí, sin lugar a dudas, es la obra de Halal Ud-din Rumi quien hizo de la palabra, como ningún otro, el vehículo del éxtasis” (6).

Con la expresión espiritual del amor sagrado y puro, el emisor de estos amartelados versos siente lo que conmueve su sensibilidad y atiza su conciencia al expresar lo que experimenta un corazón impregnado de amor y piedad por lo viviente, como lo sentía Halal Ud-in Rumi en “Acuna mi corazón”, un emotivo poema del amor sutil:

 

Anoche, recostado sobre el techo

pensaba en ti

y vi una estrella especial,

la llamé para que te lleve un mensaje;

postrándome ante ella le pedí que lleve mi gesto

al Sol de Tabriz

para que con su luz

pueda tornar mis oscuras piedras en oro.

Descubrí mi pecho para mostrarle mis cicatrices;

le pedí noticias

de mi Amante sediento de sangre.

Mientras esperaba,

iba de aquí para allá hasta que el niño

 en mi corazón quedó silencioso

y durmió como si estuviera meciendo su cuna.

Ay, Amado, amamanta al niño del corazón

y no detengas nuestro cambio.

Has cuidado a cientos.

No dejes que se detenga conmigo.

Al final, el pueblo de la unión es el lugar para el corazón

¿Por qué retienes este corazón desconcertado

en el pueblo de la desintegración?

Me he quedado enmudecido,

pero para librarme de esta sequedad

¡oye, tabernero, pásame el narciso del vino!

 

   Con la fluencia de la lírica, los recursos de la composición poética y el lenguaje de la imaginación mística, Rumi despliega lo que mana de un corazón enardecido del fuego divino en la condición humana de quien experimenta la apelación de lo sagrado, como se siente al leer el poema “El barco naufragado en el amor”:

 

¿Debería el corazón del Amor

alegrarse a menos que me queme?

Ya que mi corazón es la morada del Amor.

¡Si has de quemar tu casa, hazlo, Amor!

¡Quién dirá que está prohibido?

¡Quema esta casa por completo!

La casa del Amante mejora con el fuego

De ahora en adelante mi objetivo será quemarme

ya que soy como la vela.

 El fuego aumenta mi brillo.

No duermas esta noche:

 por una vez, atraviesa la tierra de los desvelados.

Mira a estos amantes afligidos

que, como polillas,

han muerto en unión con el Amado.

Observa a este barco de las criaturas de Dios

cómo naufraga en el Amor.

 

Los matices formados de un lenguaje expresivo, imaginativo y simbólico, le dan a la poesía del inmenso poeta persa una singular dimensión de novedad, hondura y trascendencia. En “Mi camino” el agraciado poeta enseña que el corazón es el recinto del Amado:

 

Cruz y cristianos,

de extremo a extremo examiné.

Él no estaba en la cruz.

Fui al templo del ídolo,

a la antigua pagoda,

no hallé allí señal alguna.

A las alturas de Herat subí

y fui a Kandahar, y miré.

Él no estaba en la elevación ni en el llano.

Decididamente escalé

la cima de la montaña de Oâf.

Allí solo estaba

la morada el ave Anqa.

Me dirigí a la Kaaba,

no estaba en ese sitio

frecuentado por jóvenes y ancianos.

Pregunté a Ibn Sina sobre su estado;

se hallaba más allá

de los límites del filósofo Avicena.

Me dirigí hacia el escenario poco distante,

Él no estaba en la eminente corte.

Escruté mi propio corazón:

en ese lugar Lo vi.

No estaba en ningún otro sitio.

 

Lírica oriental al sonoro modo del modo sufí

 

Con la consagración de los santos, el aliento de los iluminados y el amor de los místicos, el autor de estos luminosos poemas canta la dicha de sentirse llamado a testimoniar lo que siente el alma en sintonía con la pasión sagrada, como lo expresa mediante una cordial entonación angélica y una sutil expresión simbólica el agraciado cultor de esta lírica teopoética intitulada “El Señor ha susurrado algo”:

 

El Señor ha susurrado algo

al oído de las rosas.

Por eso se abren

cada día a la caricia luminosa.

Ha murmurado algo a la piedra

y por eso ha surgido

la gema preciosa que centellea

en el fondo de la mina.

También dice algo al oído del sol

cuyas mejillas deslumbran

con relucientes destellos.

¿Qué será lo que el Señor

ha susurrado al oído del hombre

para que este sea capaz

de amar… incluso a Dios?

¿Quién hace estos cambios?

Disparo una flecha a la derecha,

cae a la izquierda.

Cabalgo tras un venado

y me encuentro perseguido por un jabalí.

Conspiro para conseguir lo que quiero

y termino en la cárcel.

Cavo fosas para atrapar a otros

y me caigo en ellas.

Debo sospechar de lo que quiero.

 

Con el tono de la vocación seráfica, la actitud empática de la kénosis y la apelación de lo divino con el sentimiento de lo sagrado, Rumi desata lo que concita su sensibilidad trascendente para asumir la pureza que dignifica, el sentido que ilumina y el amor que santifica, como revelan estas entrañables estrofas de su poema Filosofía del amor”:

 

Tu tarea no es buscar el amor

sino encontrar dentro de ti

las barreras que has construido contra Él.

Solo desde el corazón puedes tocar el cielo.

 

Amar es

volar hacia un cielo secreto.

Primero dejar ir la vida

finalmente dar un paso sin pies.

 

Los enamorados no se encuentran en ningún lugar;

se encuentran uno al otro todo el tiempo.

 

La inspiración que buscas ya está dentro de ti.

Quédate en silencio y escucha

esperando el momento apropiado

para que sea expresada, cantada y danzada.

Es a través del amor que el momento llega.

 

Toda una vida sin amor no cuenta.

El amor es el agua de vida.

¡Bébela con el alma y el corazón!

Lo que buscas te está buscando a ti.

 

Con el desprendimiento de los anhelos materiales y el arrebato de las irradiaciones divina, el lenguaje alado y pulcro del sujeto lírico le sirve al autor de estos encendidos versos al modo sufí para enfatizar, atizado su corazón en la llama del amor divino, la pureza del corazón con la fragancia de una conciencia fraguada en la pasión del amor sagrado y puro, como el que sentía Halal Ud-in Rumi en “Soy escultor y moldeo la forma”:

 

Soy escultor, moldeo la forma.

A cada momento doy forma a un ídolo.

Pero entonces, frente a ti, las fundo.

Puedo despertar mil formas

 y llenarlas de espíritu,

pero cuando miro en tu rostro,

quiero echarlas al fuego.

Mi alma se vierte en la tuya y se mezcla.

Porque mi alma ha absorbido tu fragancia,

es preciado para mí.

Cada gota de sangre que derramo

 le informa a la tierra

que me vuelvo uno con mi Ser Amado

cuando tomo parte en el Amor.

En esta casa de agua y barro,

mi corazón ha caído en ruinas.

Entra en esta casa, mi Amor, o déjame partir.

 

Con la actitud abierta y transparente de quien vive en armonía interior, desde una comprensión intelectual, afectiva y espiritual en consonancia con la espiritualidad interior que cultivan los iluminados, místicos y santos, el agraciado cultor de esta lírica sufí usa formas y expresiones que reflejan una  cordial valoración y una cabal compenetración con el alma de las cosas y el sentido trascendente para concitar una actitud de piedad y armonía con lo viviente, como lo revela el agraciado poeta persa en “Poema de los átomos”:

 

¡Oh día, despierta!

Los átomos bailan.

Todo el Universo baila gracias a Él.

Las almas bailan poseídas por el éxtasis.

Te susurraré al oído

a dónde las arrastra su danza.

Todos los átomos en el aire y en el desierto,

sabes, parecen locos.

Cada átomo, feliz o triste…

está encantado por el Sol.

No hay nada más que decir.

 

Halal Ud-in Rumi sentía que él era uno con Él, en tanto emanación suya en la tierra y, por tanto, aseguraba con emoción que “Su esencia habla a través de mí. /¡Me he estado buscando”. Creador de la danza espiritual de los derviches giróvagos, Rumí veía en el baile ritual una vía para experimentar la vivencia de lo sagrado. Para el eminente poeta sufí, Dios es el Amado y la fuente de la Creación: “Todo el que se ha alejado de su origen, añora el instante de la unión”, escribió el poeta persa para consignar el vínculo entrañable entre el hombre y la Divinidad. Por eso Rumí comienza sus odas místicas con estos versos (7):

 

Grité,

 y en aquel grito ardí.

Callé,

 y marginado y mudo ardí.

De los márgenes todos me arrojó.

Al centro fui, y en el centro ardí.

 

Similar a la vertiente iluminista de Agustín de Hipona, Rumi enfatiza la asunción de la voz interior, fuero y cauce de lo divino (Rubayat, p. 59):

 

Oh, copia de la carta divina,

 que eres tú.

Oh, espejo de la belleza real,

 que eres tú.

Fuera de ti no es cuanto en el mundo es.

Busca en ti mismo cuanto quieras, que eres tú.

 

El poeta sufí procuraba conciliar con los contrarios y consentir la adversidad, que asumía como la clave del ser feliz (Rubayat, p. 108):

 

La luna atrapó la luz porque no huyó de la noche.

La flor consiguió perfume porque a la espina entendió.

 

Rumi veía en el amor el aliento del mundo y el sentido de la Creación:

 

Cuando el amante brilla como el Sol,

el enamorado tal una partícula empieza a girar;

cuando el viento de primavera agita el amor,

toda rama, que no se halle seca, se pone a bailar.

(Rubayat, p. 166).

 

Ejemplo del influjo estético de la lírica sufí en la poesía occidental es la obra del poeta interiorista norteamericano fray Pablo de Jesús, devoto del antiguo persa, quien asume la pureza como el símbolo de lo divino, dimensión ilustrada en “Alfombra persa” de nuestro poeta:

 

Te veo sentado en tu alfombra,

 Halal Ud-din:

 pasas las cuentas de tu rosario

 de los noventa y nueve nombres de Alá.

 La verdadera llama de las cosas,

 la de la pureza, te envuelve,

 y ya no encuentras impureza alguna

en el resto de los hombres.

Un apaciguamiento de fruto maduro en tus ojos

colma la implenitud del tiempo

 y se derrite sobre los labios del Eterno.

 

   Hermosa lírica simbólica y mística la del poeta Halal Ud-in Rumi, y también fragua luminosa de la estética persa a la luz de la creación teopoética según el modo oriental al sonoro modo del modo sufí.

 

Bruno Rosario Candelier

Moca, Rep. Dominicana, 18 de abril de 2020.

 

Notas:

  1. C. del Tilo, “El Imán escondido”, en El Sufismo, Barcelona, Ed. Obelisco, 1988, p. 44.
  2. C. del Tilo, “Memorial de amigos de Dios”, en El Sufismo, citado, p. 20.
  3. Bruno Rosario Candelier, “Poética y mística del Sufismo”, en La pasión inmortal, Moca, Ateneo Insular, 2008, pp. 203ss.
  4. Luce López-Baralt, Prólogo a Obra completa de san Juan de la Cruz. Madrid, Alianza Editorial, 1999, 3ra. Reimpresión, pp. 44-45.
  5. Luce López-Baralt, Asedios a lo indecible, Madrid, Trotta, 1998, p.127.
  6. Clara Janés, Prólogo a Halal Ud-din Rumi, Rubayat, Sevilla, Ed. UNESCO, 2003, p. 29.
  7. Halal Ud-din Rumi, Rubayat, Sevilla, UNESCO, 2003, p. 37.

Reduzcamos los desaciertos propios conociendo y analizando los de otros

Por Tobías Rodríguez Molina

En asuntos referentes al manejo de una lengua, podría aplicarse la frase bíblica dicha por Jesús frente a los acusadores de la mujer adúltera: “El que esté libre de pecado  que tire la primera piedra”. Ciertamente, todos, quien más quien menos, comete sus fallos o desaciertos. En esta ocasión se ofrece una gran variedad de ellos, los cuales, al ser corregidos, nos pueden ayudar a enmendar los nuestros convirtiéndonos así en mejores usuarios de nuestra lengua española.

Pasemos, pues, a conocer los fallos tomados de personas en su mayoría de un nivel sociocultural alto, a la vez que vayamos asimilando la forma que nos acerca a un uso cónsono con  lo pautado por la gramática del español.

  1. “Las compañías de seguro no renovan una póliza si no se presenta un certificado del saldo de la prima.” (Comentarista de un canal capitaleño). Ese verbo, que el  comentarista lo expresó “renovan” debiendo ser “renuevan”, pertenece a un grupo de verbos, como soldar, contar, soñar, sonar, renovar, etc., que diptongan la “o” en “ue” en las personas gramaticales del presente de indicativo, del subjuntivo y del imperativo cuando la “o” estaría en una sílaba tónica. Eso pasa con “renuevan”, que al ser  la “o” de “renovan” tónica, hay que convertir ese verbo en  “renuevan”.
  2. Carmina Estética Profecional es un centro de distribución de esa pomada.”(Anuncio promocional). No se sabe quién escribió “Profecional” con ese error, aunque habrá que suponer que no pudo ser una publicitaria al ser ese desacierto demasiado elemental.
  1. “No obstante a eso, tenemos que seguir hacia adelante.” (Comentarista deportivo). Ese comentarista adolece de una dificultad relacionada con la expresión “no obstante”, que no necesita la preposición “a” para relacionarse con los demás elementos de la oración. Aclaremos lo anterior reconstruyendo el presente ejemplo: “No obstante la situación dificultosa que estamos pasando, tenemos que seguir hacia adelante.” Como puede verse, no hizo falta la preposición “a”.
  1. Habría que chequear esa área en específica.” (Receta Médica de la Z). El desacierto en esta oración consistió en poner a concordar “específica” con “área” creyendo que la primera es un adjetivo que debe concordar con “área”. Pero esa no es la realidad, pues se trata de la frase adverbial “en específico”, que no sufre variaciones concordantes.
  1. “Lectura del Libro del Esclesiástico.”(Lector en una Misa). Muchos lectores realizan la que pudiera llamarse una “cuasi metátesis” al pronunciar la palabra “israelitas” como israelistas y también “Eclesiástico” como Esclesiástico y otras más.
  2. “Es admirable con la fe y devoción que acogía a los niños.” (Un predicador). En este ejemplo nos encontramos con el llamado “traslaconqueísmo”, consistente en trasladar “con”  del relativo “con  que” colocando “con” delante de la palabra referida, que en este caso es “la fe”. Esa oración, para estar bien construida, tiene que expresarse “Es admirable la fe y la devoción con que acogía a los niños.”
  1. “Van haber altas y bajas en la vida de todos.” (Profesor universitario). A este profesor universitario le faltó poner la preposición “a” en la expresión “Van a haber”. Además, pluralizó “van” siendo impersonal, por lo cual por cual debió decir “Va a haber”.
  1. “Tenemos que negarnos a sí mismos.” (Un predicador). Al tratarse en este ejemplo de la persona gramatical “nosotros”, el  predicador debió decir “Tenemos que negarnos a nosotros mismos.”
  1. “Pompeo felicitó a la República Dominicana con motivo a la conmemoración de la Independencia Nacional.” (Lectora de noticias de canal capitaleño). En el presente caso se expresó “con motivo a la conmemoración” en vez de “con motivo de la conmemoración”. Se trata aquí de la llamada “rección gramatical”, que, de acuerdo con el Diccionario Enciclopédico Vox 1, Larousse (2009), es la “Relación existente entre dos términos del texto tales que uno, llamado regido, depende del otro, llamado regente.” Ejemplos de palabras regentes y regidas son “dividido entre”,  “multiplicado por”, “originario de”.
  1. “Esta es la situación que se encuentra esta comunidad.” (Reportero de canal de la capital dominicana). En esta oración aparece el “desenqueísmo”, pues se eliminó “en” y se usó solamente  “que” en vez de “en que” después de “la situación”.
  1. “Eso es lo que nos va jadar la posibilidad de cambiar nuestra realidad.” (Abogado y dirigente político dominicano). Ese “nos va jadar” es un caso extraño de ultracorrección, ya que  ese abogado realizó una aspiración con  la palabra “va” que no tiene “s”, pues la expresión  correcta es “nos va a dar”.
  2. “Hay otra cosa a favor nuestra.” (Programa del sábado de la Z). Este hablante realiza una desacertada concordancia entre “nuestra” y “cosa”. Esa palabra “nuestra” está usada en lugar de “nuestro” o “de nosotros”.  La oración completamente correcta debe ser: “Hay otra cosa a favor nuestro.” (O “a favor de nosotros”).
  3. “Presiona para conocer la primer fruta.” (Publicidad digital). El adjetivo numeral ordinal “primero-primera permite que el adjetivo masculino “primero”, cuando acompaña, antecediéndolo, a un sustantivo masculino, se reduzca a “primer” (primer día, primer ingrediente); pero el femenino “primera” no sufre reducción, por lo que  mantiene la marca del femenino. Por eso debió escribirse: “Presiona para conocer la primera fruta.”
  1. “Se procedieron a hacer los exámenes correspondientes.” (Médico de la capital dominicana). En esta oración se cometió el desacierto de pluralizar el verbo impersonal “se procedió” como si fuera un verbo con sujeto. Si le ponemos el sujeto “Ellos” o “Los profesores”, entonces  el verbo sería “procedieron”.
  1. “…no solo el alza del tipo de cambio está afectando el mercado, si no la no disponibilidad de la divisa.” (Noticia en Diario Libre). El redactor de este fragmento de noticia confundió la expresión condicional negativa “si no” con la palabra adversativa “sino”, que es lo que debió escribir en ese caso.
  1. “Hay que ayudar a las autoridades en relación a esta situación que se ha presentado.” (Comentarista de un canal capitaleño). La sintaxis del español prescribe que no debe usarse “en relación a”, sino “en relación con” o “con relación a”. Por eso el comentarista debió haber expresado “Hay que ayudar a las autoridades con relación a (o en relación con) esta situación que se ha presentado.”
  1. “Los jóvenes están disgustado por su exclusión al diálogo.” (Titular de CDN). Al igual que en el caso 9, aquí se presenta un caso de “rección gramatical”, pues hay “exclusión de algo” y no “exclusión a algo.
  1. “Hubo un acto con motivo a la conmemoración de la fiesta de la Independencia Nacional.” (Reportera de AN7). También la reportera de ese canal cae en el desacierto de la “rección”  Se celebra o se festeja algo “con motivo de algo”, pero no “con motivo a algo”.
  1. “De acuerdo al funcionario, en estos momentos se está haciendo un mapa de la paciente.” (Noticia Diario Libre). En nuestro español existen las expresiones “de acuerdo con”, empleada para persona, y “de acuerdo a”, usada cuando no se trata de persona. Por eso se dice “de acuerdo con el funcionario” y “de acuerdo al capítulo 5”. Pero se puede usar la expresión para persona también para ese último caso, por lo cual  se pude decir “de acuerdo con el capítulo 5”. Al respecto, algunos entendidos en sintaxis recomiendan que sería preferible emplear “de acuerdo con” para emplearlo tanto para persona como para no persona.
  2. Hoy esto sucede diferente en comparación de lo que sucedía antes. (Ministro religioso; usó tres veces seguidas “en comparación de…). De nuevo aparece otro caso de “rección”, en vista de que se empleó “en comparación de” en vez de “en comparación con”. Hay que saber que “se compara con algo” y no “se compara de algo”. Posiblemente el religioso se confundió con “se separa de algo”, como sería el caso de “se separó del grupo”.
  1. “Para estas elecciones nuestro partido tiene la moral en alta.” (Un político dominicano). Ese político creyó que “alta” era un adjetivo que concuerda con “moral”, y por eso usó “en alta”, pero en ese contexto se trata de la frase verbal “en alto”. No hubiera cometido ese desacierto si hubiera dicho “nuestro partido tiene la moral alta”. Así  “alta” sería adjetivo y  concordaría con “moral” en género femenino y número singular.
  2. “En este recinto hay cuatros escáneres.” (Reportera de Colorvisión). Hace varios meses apareció en la Academia Dominicana de la Lengua un artículo de mi autoría en el que se trató el tema de la no concordancia de los números cardinales. Algunos de ellos tienen “s” y otros no, pero no por la concordancia, sino porque la lengua los ha creado así. Por eso se dice “seis escáneres” y “cuatro escáneres” porque “seis” existe en español con “s”, pero “cuatro” no existe con “s”.
  3. “Se está dirigiendo a un recinto que funcionan cuatro colegios electorales.” (Reportera de Colorvisión). En este ejemplo aparece el tan común caso del “desenqueísmo” en la expresión “a un recinto que funcionan”; se le ha eliminado “en” al relativo “en que” (o “en el que”). (Puede decirse también “en donde funcionan”).

Ciertamente, como ya vimos  por los diferentes desaciertos que hemos visto y analizado, muchos usuarios de nuestro español se desvían del correcto empleo en casos que, poniendo un poco más de cuidado, pudieran ser eliminados en sus producciones orales y escritas. Y creo que el cuidado pudiera estar dirigido a revisar varias veces lo que uno produce y va a ser publicado o  expuesto al público que nos lee o escucha. Me decía hace unos días un prestigioso lingüista y escritor que, antes de él publicar un libro, lo revisa hasta diez veces. Al respecto, creo que ese  proceder es muy valedero y deberíamos todos aplicarlo revisando no quizás diez veces, pero sí por lo menos varias veces.

Trepadurismo, ponchar, maestrando, decantar / descantar

Por Roberto E. Guzmán

 

TREPADURISMO

“¿Trepadurismo? “

Esa voz sonora, larga y evocadora, con los signos de interrogación, en la forma en que se reprodujo aquí, apareció a manera de título en un escrito en la prensa dominicana.

Por el contenido del escrito que se encontraba debajo de este título puede deducirse que tiene estrecha relación con el verbo trepar en la tercera acepción con que se halla en el Diccionario de la lengua española, “Elevarse en la escala social ambiciosamente y sin escrúpulo”. Esta significación pertenece al registro coloquial.

Esa fue la primera vez que el autor de estas reflexiones acerca de la lengua española de uso en República Dominicana leyó esta voz. Con la oración anterior se desea ponderar el poco uso que la voz en cuestión ha tenido, de acuerdo con esa opinión.

Por la terminación que se le ha asignado a la voz en estudio hay que entender que se ha creado un sustantivo que denomina una actitud intencionada que nombra la costumbre o conducta de escalar socialmente. En algunas ocasiones esta subida súbita se logra por medio de la política oportunista.

Analizada de la forma en que se ha hecho aquí la voz transmite el mensaje y puede ser aceptada. Sin embargo, se corre el riesgo de que no siempre la comprenda el universo de hispanohablantes.

 

PONCHAR

“. . .desde que PONCHAN las tarjetas a las 8:00 a m . . .”

El verbo ponchar posee dos acepciones predominantes en el español dominicano. Una de ellas pertenece al beisbol y la otra pertenece al área de labores.

La razón principal de traer este verbo a la atención de los lectores es porque en el asiento que se ha hecho a las dos acepciones en las publicaciones oficiales de la lengua, existen omisiones que hay que colmar. Lo que se ha esbozado en los dos párrafos introductorios se desarrollará más abajo.

En lo relativo al beisbol el verbo puede ser transitivo y pronominal también. La acepción que consigna el diccionario oficial para el verbo transitivo es “eliminar a un bateador”. En tanto verbo pronominal es “quedar eliminado en su turno de batear”, el bateador de béisbol.

¿Dónde está la omisión? En que entre los nombres de los países en donde se usa el verbo para esta acción (o inacción) no aparece la República Dominicana, RD. Esto así en el Diccionario de la lengua española, DLE

El Diccionario de americanismos de las Academias subsana la omisión, pues allí aparece la República Dominicana reconocida. Ofrecen como sinónimo de ponchar en el beisbol el verbo estrucar, y, la definición es “eliminar a un jugador por fallar en el bateo”. Se sobreentiende que queda eliminado de su turno al bate. Aún en ese diccionario no se menciona la RD en la acepción para el verbo intransitivo pronominal que reza así, “quedarse eliminado un bateador al fallar tres veces consecutivas en el intento de golpear la pelota”.

El verbo ponchar ha producido descendencia con la acepción que se reseña aquí; pueden citarse, “ponchado, ponchador, ponche, ponchón”. El bateador ponchado es “el que es puesto out por el lanzador con tres strikes, sin poder conectar la pelota”. El adjetivo ponchador se aplica al “lanzador que con frecuencia hace out a los bateadores por medio del ponche strike out”. El ponche es, “La acción de poner out al bateador con tres strikes o el efecto de recibir dicha acción”. Lengua y béisbol en la República Dominicana (2006:221).

Con respecto al verbo ponchar los redactores del DLE señalan que procede del verbo inglés to punch. Consecuente con ese origen en Panamá, Puerto Rico y RD utilizan este verbo para “marcar en una máquina o reloj especial la hora de entrada y de salida del trabajo”.

Para los hablantes usar ese verbo tiene sentido, porque lo que hacía o hace esa máquina era o es perforar un agujero o señal en la tarjeta del empleado. Ese perforar es uno de las acepciones que tiene el verbo del inglés en esa lengua.

Todo lo anterior no significa que el hablante de español dominicano no sepa disfrutar de un buen ponche, la bebida, ya sea esta mezclada con licor espiritoso o solo de frutas.

 

MAESTRANDO

“. . . por dónde andaba la inquietud de la MAESTRANDA y que. . .” [se respetó ortografía original]

Se observa aquí el fenómeno de acuñar nuevos términos en español, algo común en todas las lenguas. Ahora le parece al hablante de español que ese fenómeno ocurre con mayor frecuencia, pero en realidad lo que sucede es que la difusión es más rápida y mayor en la actualidad.

Este “maestrando” se ha formado siguiendo el modelo de graduando y doctorando. No hay mal en ello, sobre todo si se tiene en cuenta que expresa una idea afín con la de las palabras que le han servido de modelo y en el mismo campo semántico.

El “maestrando” es el que se recibe con el título de Maestro, sobre todo durante el acto de graduación, de forma parecida a graduando. En todos estos casos se ha procedido tomando la terminación –ando y se ha colocado delante la palabra o parte de esta que le sirve de base. Con respecto de maestrando se coloca la susodicha terminación a seguidas de maestr– que a su vez se usa con el significado de maestro en tanto título o grado de un diploma.

En resumen, se ha formado un nombre sobre una raíz conocida para nombrar a personas que están recibiendo el título a que se refiere la nueva voz, o que son estudiantes de término de esa carrera o curso. A veces se usa también para la persona que en el preciso momento en que se menciona está recibiendo la acreditación a que se contrae la palabra.

La extensión del uso de la voz estudiada aquí hace pensar que muy pronto logrará que se la incluya en todos los diccionarios, incluso en el oficial de la lengua española.

 

DECANTAR – DESCANTAR

“. . .se DESCANTÓ por imponer un. . .”

Descantar es limpiar un lugar de cantos o piedras. Estos cantos que constan en la acepción del verbo nada tienen que ver con los sonidos melódicos emitidos con la boca y la laringe. Estos cantos en este verbo son trozos de piedras.

Decantar que debió aparecer en la breve frase que se reprodujo, induce a pensar que se utiliza con la acepción, “inclinarse, tomar partido, decidirse” que es como lo define el Diccionario de la lengua española, en sus funciones de verbo pronominal.

Con esto de embellecer palabras para que sean más finas que el filo de una navaja es un arte peligroso. En algunas ocasiones, como esta, existe un vocablo con ese refinamiento que expresa una idea muy alejada de lo que se pretende comunicar.

Hay que tener en cuenta que los correctores automáticos saben mucho acerca de la lengua, pero no tanto como para poder discernir el sentido de lo que pretende escribir el redactor. Por eso el corrector no descartó el verbo porque este existe en español, aunque con una acepción distante de lo que quiso expresar quien escribió la frase.